Por ANDRÉS TAPIA // Fotografía: COMIC BOOK RESOURCES
Existe un libro llamado Whoever Fight Monsters. My Twenty Years Tracking Serial Killers for the FBI. La mitad del título está inspirado en un aforismo de Friedrich Nietzsche extraído de Así hablaba Zaratustra: “Quien combate con monstruos debería evitar convertirse en uno en el proceso. Cuando miras fijamente el abismo, él también mira dentro de ti”. El autor del libro (en coautoría con Tom Shachtman) es Robert K. Ressler, un ex agente del FBI que trabajó cerca de 20 años en el buró analizando escenas de crímenes, elaborando perfiles psicológicos de asesinos seriales y, en menor medida, negociando la liberación de rehenes. A él se le atribuye haber acuñado la expresión “asesino serial”.
Ressler, quien falleció el año 2013 víctima del mal de Parkinson, es también autor involuntario de ese lugar común que la industria hollywoodense ha explotado hasta el cansancio en thrillers y cintas sobre psicópatas: “Para encontrar al asesino y evitar su próximo crimen es necesario entrar en su mente”.
Ressler condujo una serie de entrevistas con 36 asesinos seriales encarcelados con tal de encontrar coincidencias y paralelos entre sus orígenes, su comportamiento y sus motivos. El criminólogo habló, entre otros, con Ed Kemper, Charles Manson, Richard Speck, Sirhan Sirhan, Juan Corona, Ted Bundy, David Berkowitz, Jeffrey Dahmer, Richard Chase y John Joubert, criminales que de existir el Olimpo de lo abominable, hoy seguramente estarían sentados a la diestra de Zeus.
Ressler no se convirtió propiamente en un monstruo, pero para llevar a cabo sus investigaciones tuvo que conceder que hombres terribles que habían perpetrado crímenes atroces que la mente de ninguna persona podría concebir, poseían –a pesar de todo– humanidad. Y para concederles eso, Ressler tuvo que empatizar y, en ocasiones, simpatizar con ellos. Las puertas del infierno no se abren si no le inspiras confianza a Lucifer.
Un político mexicano –hoy muerto y olvidado– exclamó alguna vez: “Los demonios andan sueltos… ¡Y han triunfado!”.
A la luz de los acontecimientos ocurridos en el Mundo durante los últimos días –la masacre de Niza, el fallido golpe de estado en Turquía, las muertes en dos sitios distintos de Estados Unidos de ocho policías, el atentado en una heladería de Bagdad que costó la vida de 250 personas, las decenas de asesinatos violentos que día a día ocurren en México–, enlazar dicha frase con el fenómeno de masas a nivel mundial conocido como Pokemon Go y disertar sobre el mismo parece un despropósito. Y acaso lo sea. Ojalá que no.
El pasado viernes 15 de julio a eso de las 23:00 horas –tiempo del este en Estados Unidos–, cuando la sangre de más de 80 muertos en Niza, Francia, aún no terminaba de coagularse, centenas de personas se dieron cita en Central Park, Nueva York, para cazar y destruir a un Vaporeon, un ser improbable surgido de la imaginación del diseñador de videojuegos Satoshi Tajiri, quien a finales de la década de 1980 concibió la idea de crear monstruos coleccionables de bolsillo.
A diferencia de Godzilla –otro ser imposible surgido en Japón a partir del recuerdo de los bombardeos en Hiroshima y Nagasaki y la detonación en 1954 de una bomba de hidrógeno en el Atolón de Bikini que afectó a los miembros de la tripulación del barco atunero Daigo Fukuryū Maru–, los monstruos de Tajiri estaban inspirados en un evento de su infancia.
Habitante de un suburbio de Tokio llamado Machida que en los primeros años de la década de 1970 aún conservaba una atmósfera decididamente rural, Tajiri solía cazar insectos y coleccionarlos. Su afición era tal, que sus amigos y compañeros de colegio comenzaron a llamarlo Doctor Bicho. Con el tiempo, como cualquier otra metrópolis, Tokio fue creciendo y devorando las áreas verdes situadas a su alrededor. Un día, simplemente, Tajiri no halló más insectos que coleccionar.
No hay pecado ni afrenta en la invención de Tajiri: un videojuego para niños inspirado en los insectos que coleccionaba, trastocado a la idea de atrapar y coleccionar pequeños monstruos que en modo alguno eran monstruosos. Habitante del único país del mundo que ha sufrido bombardeos nucleares, Tajiri deconstruyó el horror: los monstruos existen, pero pueden ser tiernos.
Robert K. Ressler dedicó gran parte de su vida a investigar y cazar seres humanos cuyas acciones los hicieron devenir en monstruos. Y lo que descubrió es que los asesinos seriales –hombres, mayormente, que pueden experimentar una suerte de placer o satisfacción, sexual o no, mientras cometen crímenes aberrantes y más tarde comerse un helado como si tal cosa– no actúan como lo harían el Dr. Jekyll y Mr. Hyde, es decir, un día son normales y al siguiente se han transformado de manera radical sino, simplemente: “Están obsesionados con una fantasía y tienen lo que llamaríamos experiencias por satisfacer, que pasan a formar parte de la fantasía y les empujan a cometer el próximo asesinato”.
La fantasía de Satoshi Tajiri lo condujo a exhumar un recuerdo infantil con tal de que sus videojuegos permitiesen a los niños experimentar la sensación de atrapar y coleccionar criaturas que él consideraba fantásticas. Así, en 1995, un pasatiempo creado a partir de una obsesión, comenzó a fascinar a niños y jóvenes. Pero Tajiri ignoraba, como la mayor parte de la humanidad, lo que vendría en los años siguientes.
Google, WikiPedia, el iPhone, YouTube, Facebook, Twitter, WhatsApp, la incorporación de dispositivos GPS a los teléfonos inteligentes, así como de cámaras fotográficas y de video. Y más tarde la idea. Esa idea. Y la idea fue muy simple: ¿Y si colocamos a los Pocket Monsters en el mundo real? No real, por supuesto, sino virtual, pero en escenarios reales.
En la película The Inception (Christopher Nolan, 2010), Dominic Cobb, el personaje que interpreta Leonardo Di Caprio, pregunta casi al principio de la historia: “¿Cuál es parásito más resiliente? ¿Una bacteria? ¿Un virus? ¿Un gusano intestinal? Una idea: resiliente, altamente contagiosa… Una vez que una idea se ha apoderado del cerebro es casi imposible de erradicar”.
Hoy la muerte viene del cielo, de la tierra. La deja caer un drone o la perpetra el conductor de un camión, un terrorista suicida, un narcotraficante mexicano grasiento y obeso, un afroamericano resentido con los actos raciales y segmentarios de algunos blancos (me pierdo en esto: ¿no es un afroamericano el presidente de los Estados Unidos?).
De pronto, una noche, todo eso deja de ser importante. La aparición de un Vaporeon en Central Park atrae la atención de cientos de personas que no quieren saber –o saber muy poco–, de la masacre de Niza, e ignoran que al día siguiente un intento de golpe de estado en Turquía va a terminar con la vida de casi 300 individuos.
Cazar asesinos seriales, terroristas, secuestradores a partir de una aplicación luce como la alucinación de un sueño de opio, pero pensar en ello no es del todo absurdo: caminas por ahí, bajo la Puerta de Brandeburgo en Berlín, el barrio de Elephant Castle en Londres, el Zócalo de la Ciudad de México, la Laguna Tjörnin en Reykjavík o la Plazoleta Julio Cortázar en Buenos Aires, y de pronto tu teléfono vibra avisándote que en algún sitio hay un asesino serial. Avisas a la policía o los cientos de personas que acuden ante la alerta detienen al criminal. En cualquier caso, hay un monstruo menos en el mundo.
Cuando tenía nueve años, en 1946, Robert K. Ressler leyó en el Chicago Tribune que una niña de seis años llamada Suzanne Degnan había sido secuestrada, asesinada, y las partes de su cuerpo esparcidas por todas las alcantarillas de la zona Chicago-Evanston. “¿Qué clase de persona mataría y descuartizaría a una niña pequeña?”, se preguntó. “¿Un monstruo? ¿Un ser humano”. El niño que era Ressler no pudo responderse, pero comenzó a tener fantasías en las que atrapaba al asesino de la chica. Tales fantasías lo condujeron a fundar, junto con tres amigos, una agencia ficticia de detectives llamada RKPK. Sin darse cuenta en ese momento, Ressler viajó al futuro para atisbar su destino.
La niñez feliz de Satoshi Tajiri fue desapareciendo con cada nueva pisada del progreso y el concreto. Conforme crecía, se interesó en el frío y aparentemente desprovisto de humanidad mundo de los videojuegos; y se convirtió en un adicto. Pero jamás pudo olvidar el tiempo en el que –una mañana, una tarde– en el suburbio de Machida descubría un nuevo insecto. Una noche, un ataque de nostalgia lo llevó a reinventar el mundo que había perdido. Y ese día Tajiri prefiguró el futuro.
“La fantasía difícilmente es un escape de la realidad”, escribió Lloyd Alexander. “Por el contrario: es una manera de entenderla”.
Incapaces de detener a los monstruos de la realidad en la que existimos, hemos suplantado nuestro fracaso con la persecución y caza de seres inofensivos, tiernos e inocuos.
Monstruos que cazan monstruos.
Lo dicho: Los demonios andan sueltos… ¡Y han triunfado!