Repentinamente…

Por ANDRÉS TAPIA

Gustavo me contó la historia en un café unos años antes de que llegase el fin de siglo. Acaso era 1997, 1998… no lo recuerdo con precisión. Bajo el influjo de dos rondas de un brebaje –hoy mítico y casi imposible de conseguir– llamado Ice Cream Soda de Fresa, intentábamos descifrar nuestro presente a partir de los eventos del pasado. Sé bien que puesto así luce tan naïve que acaso nadie prestará atención a este relato, pero cuando eres joven el azúcar y la inocencia pueden embriagar y soltarte la lengua mucho más que tres litros de cerveza.

Él estudiaba la escuela secundaria y en el primero o segundo curso conoció a una niña llamada Aída. Gustavo tenía 12, 13 años, una edad febril y fértil para las fantasías, pero improbable para el amor. Empeñado, como cualquier soñador que se precie de serlo, de ir a contracorriente, mi amigo –hijo de un madre soltera que también era madre soltera de su medio hermano– se enamoró.

No recuerdo la descripción que hizo de Aída: si era rubia o morena, espigada, pequeña, absurda o intelectual. En cambio, veo nuevamente a Gustavo –ambos brazos descansando sutil pero nerviosamente sobre la mesa, la mirada firme pero insegura detrás de dos cristales, las manos regordetas haciendo aspavientos, una pierna, acaso la derecha, subiendo y bajando con la imprecisión de una bomba de gasolina descompuesta– bocetando con trazos virtuosos y aterrenales la historia de su vida. Y también la mía.

El curso terminó con la llegada del verano. Dos meses de vacaciones y la promesa de un nuevo curso. Cuando llegó septiembre y las clases comenzaron, Aída no apareció. Con el sobresalto de los poetas, Gustavo corrió a mirar las listas de los grupos del nuevo curso. Aída, pensó, quizá habría sido colocada en otra aula. Detrás de sus espejuelos, sus ojos inspeccionaron dos, tres, cuatro veces las listas de los tres grupos. Aída no estaba en ninguno de ellos.

Tiempo atrás, acaso en una fiesta de cumpleaños, Gustavo había visitado la casa de Aída. Ella no vivía tan lejos de la suya, pero cuando tienes 13 años y debes recorrer cinco o seis kilómetros, esos cinco o seis kilómetros te parecen la distancia que existe entre México y Australia.

Una tarde, inquieto hasta lo indecible, Gustavo salió del colegio y abordó un autobús. Creía recordar el sitio en el que vivía Aída. Y fue a buscarla. Descendió por ahí y caminó dos o tres calles. Al fin encontró su casa. Y en el jardín que precedía a la misma descubrió un letrero ominoso: “Se alquila”.

Gustavo nunca volvió a saber de ella.

Quisiera decir que mientras me contaba esta historia mi amigo derramó algunas lágrimas, pero no lo hizo. En lugar de ello sorbió su Ice Cream Soda de Fresa hasta que el ruido de la pajilla agotó el líquido, irritó a los comensales de las mesas contiguas y se volvió insoportable. Luego no sé qué dijo. Pero esa tarde me regaló una historia.

Una tarde, sentado frente a una vieja computadora, retiré a Gustavo la nacionalidad mexicana y lo convertí en argentino. Dejaría de ser Gustavo para llamarse Edgar. Y viviría en Buenos Aires. Aída no cambió de nacionalidad, pero sí de nombre. La llamé Margarita.

Hija del embajador de México en Buenos Aires, Margarita coincidió repentinamente con Edgar en el colegio. Y Edgar, al igual que mi amigo de Aída, se enamoró de ella.

Era 1998. Yo trabajaba como editor en una revista de música y Gustavo escribía críticas cinematográficas para el diario Reforma de la Ciudad de México. Lo encontré de nuevo en un café –quizá para entonces ya habíamos jubilado al Ice Cream Soda de Fresa y bebíamos cerveza. Con gravedad le dije: “Tengo algo que mostrarte”. Y lo que le mostré fue un cuento: “Edgar niño”.

Pasaron tres años. Ese cuento se transformó en un argumento y fue premiado en un concurso patrocinado por una de las pocas empresas que producían cine en México en ese entonces. Parecía un buen augurio.

Semanas después unos productores de cine nos contactaron: querían hacer del cuento una película y querían que nosotros escribiésemos el guion. Renuncié a mi empleo, Gustavo dejó de hacer crítica cinematográfica. Escribimos el guion y en una reunión con el consejo consultivo de la empresa que nos buscó, llanamente nos dijeron: “Esta es una historia, la tienen, pero puede perfeccionarse”. Era el año 2002.

Han pasado 14 años de eso, 18 si contamos el momento en que “Edgar niño” fue concebido. En todo ese tiempo el guion ha pasado por todas las manos que cuentan y valen la pena en la industria cinematográfica de México. Y todas, todas, han expresado admiración y deseo. Pero al día de hoy “Edgar niño” continúa siendo apenas un legajo ubicado en la parte más alta de los proyectos pendientes de las compañías productoras de cine más importantes de México. Y nada más.

He contado ya en este espacio, y en otros, fragmentos de esta historia. Gustavo sigue empeñado, y yo también, a pesar de años de frustraciones de convertir ese cuento en una película. Pero, a diferencia de esas ocasiones, no es la anécdota lo que me impulsa.

El fin de semana pasado vi completa la serie de televisión River, producida por la cadena BBC One para Netflix. Tan sólo seis capítulos de una historia que versa sobre el conflicto que enfrenta el detective John River en torno al asesinato de su compañera de trabajo Jackie “Stevie” Stevenson, de la que él está enamorado.

En el último episodio, el guionista hace decir a John River lo que jamás se atrevió a decir mientras Stevie estaba viva: “Te amo. Y te extraño tanto como se extraña a las personas que se fueron repentinamente. Tanto que uno rechina los dientes”.

Aída se fue de la vida de Gustavo repentinamente. Tanto que más de 30 años después sigue pensando en ella. Y por ello, supongo, aún está empeñado en filmar la historia de un niño que un día descubre un letrero ominoso con las palabras “Se alquila”.

Hoy, hace ocho meses exactos, cometí un error terrible y la mujer a la que más he amado en mi vida desapareció. Y sí, por supuesto –¿de qué otra manera si no?–, lo hizo repentinamente.

De acuerdo al diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, repentinamente significa: “De manera repentina, pronto, impensado, no previsto”.

En “Edgar niño”, una historia que aún no se cumple, Gustavo Moheno y yo ciframos un concepto que cada uno en su momento no pudo definir con verdad porque la verdad es un concepto que para completarse necesita de tiempo y una calle vacía, llena de gente, que en verdad está vacía aunque esté llena de gente.

Y la gente, porque la vida es así –porque tú lo provocas, porque no sabes qué hacer, porque en el fondo eres un idiota– de pronto desaparece.

Y a esa gente, a esas personas, como dice John River en el último capítulo de River, las extrañas tanto, tanto…

Como sólo se extraña a quienes desaparecen de tu vida repentinamente.