Los detalles que inventaron al diablo

Por ANDRÉS TAPIA

Existe un proverbio de origen desconocido –aunque algunas fuentes lo presumen anglosajón– que asegura que “el diablo está en los detalles”. Dicha frase, empero, es una variante de “God is in the detail” que, alternativamente, se atribuye al arquitecto alemán Ludwig Mies van der Rohen, al historiador de arte –también alemán– Aby Warburg y al escritor francés Gustave Flaubert, si bien la estructura gramatical de este último ostenta una mínima pero sutil diferencia: “Le bon Dieu est dans le détail (el buen Dios está en el detalle)”.

El pasado domingo 27 de agosto, viajé de regreso de Las Vegas, Nevada, a la Ciudad de México. Asistí a la convención que anualmente celebra en esa ciudad la automotriz General Motors, y decidí quedarme por mi cuenta el fin de semana.

Habituado a viajar con frecuencia, y en la conciencia total de que el 09/11 alteró para siempre los parámetros de seguridad en aeropuertos y aviones, tengo establecida una tiránica rutina previa a pasar por el control de seguridad: no me dejo ningún objeto en mi cuerpo y en mi ropa que pueda retrasar mi tránsito por el llamado Full Body Scanner. No obstante, ese domingo cometí un error.

La alternancia de la elevada temperatura que experimentaba la ciudad (entre 33 a 40 centígrados) con los climas artificiales de hoteles, restaurantes, tiendas y cafés, me provocaron un ligero resfriado. En consecuencia, en algún momento previo a mi revisión limpié mi nariz.

Cuando salí del Full Body Scanner, la agente encargada de la supervisión me remitió con otro oficial: “Tiene algo en el bolsillo derecho del pantalón”, le dijo. El individuo, un hombre blanco, me pidió que extrajera lo que guardaba en el bolsillo. Cuando le mostré un pañuelo desechable, arrugado y lleno de flujo nasal, con esa magnífica soberbia con la que suelen conducirse la mayoría de los oficiales de seguridad de los aeropuertos en los Estados Unidos, el agente me reconvino: “Dijimos todo fuera de los bolsillos, to-do”.

El incidente, por supuesto, me contrarió. Pero lo habría olvidado, como se olvidan las cosas insignificantes, de no haber sido por la masacre que tuvo lugar el 1 de octubre pasado durante un concierto de música country en esa misma ciudad.

Como bien se sabe, un hombre de 64 años llamado Stephen Paddock se hospedó en el piso 32 del hotel Mandalay Bay y con un arsenal compuesto de 23 armas de fuego, la mayoría de largo alcance y modificadas con aditamentos para hacerlas pasar de semiautomáticas a casi automáticas, asesinó a 59 personas, hirió a cerca de 500 y luego, simplemente –como si hacerlo fuese tan simple–, se suicidó.

Ha pasado ya una semana y ni la policía local ni el FBI han conseguido hasta ahora arrojar un poco de luz acerca de los motivos que pudo haber tenido Paddock para perpetrar semejante aberración. No era un converso al credo terrorista que predica el Estado Islámico y tampoco aparecen en su vida elementos estresantes recientes que lo hayan conducido a tal locura. Por el contrario, tenía una buena vida, estaba retirado, poseía dinero en abundancia para apostar de forma consuetudinaria en los casinos de Las Vegas, y ni su pareja sentimental ni su familia pueden hallar en su conducta y en su pasado razones y motivos para explicar la matanza que llevó a cabo, tan milimétricamente planificada que logró pasar desapercibido.

Quizá nunca sepamos qué fue lo que orilló a Stephen Paddock a convertirse, de súbito, en un asesino en masa. En cambio, es perfectamente posible saber en dónde están situados los puntos débiles de una sociedad que le permitió armarse del modo en que lo hizo, que le aseguró transitar con una veintena de armas largas sin que nadie lo notase y que le garantizó la posibilidad de asesinar a 59 personas y herir a casi 500.

Por establecer un parámetro, un rifle de asalto AR-15 –uno de los que se hallaron en la habitación de Paddock– mide 986 milímetros, es decir, casi un metro, y pesa entre 3.5 y 4.5 kilos de acuerdo al modelo. Con alguna variación, el resto de las armas deben poseer características similares. Stephen Paddock se hospedó el día 28 de septiembre, su crimen lo cometió tres días después. En ese tiempo, logró introducir alrededor de 100 kilos de armamento al piso 32 de un hotel, sin que nadie se preguntara por qué ese hombre iba y venía, bajaba y subía, con estuches muy singulares, o cuando menos con una maleta muy grande, una y otra vez.

Consciente de que podía despertar sospechas, Paddock adquirió su arsenal en diversas armerías, pero en más de una ocasión volvió a sitios donde ya le consideraban un comprador habitual. ¿No hubo nadie que se preguntara “por qué este hombre adquirió tres rifles de asalto, dos tripoides y mil cartuchos de alto calibre”?

Como si no bastara, rompió con un mazo dos cristales cuyo grosor garantiza su resistencia a los terremotos, pero nadie escuchó ni se dio cuenta de nada.

A Donald Trump, el inquilino de la Casa Blanca, le pareció “un milagro” que la policía de Las Vegas hubiese actuado tan rápidamente para impedir que Paddock continuase asesinando gente, pero, ¿en verdad fue rápidamente el que hayan transcurrido 75 minutos desde que Paddock dejó de disparar contra una multitud indefensa?

Hace mucho tiempo, tanto que somos incapaces de decir cuánto, “el buen Dios” al que aludió Flaubert dejó de estar en los detalles. Y el que pasó a estar en ellos, de una manera anti-eufemística, fue el diablo.

Sin pretender asumir un afán protagonista, de algún modo el 27 de agosto pasado yo fui el diablo por “esconder” un pañuelo desechable usado en un bolsillo de mi pantalón, y eso me hizo sospechoso a la paranoia que padecen los Estados Unidos desde el 11 de septiembre de 2001.

No hubo la más mínima paranoia, sin embargo, ante la conducta de Stephen Paddock, un senior retirado que pagaba sus impuestos, un hombre considerado respetable en su comunidad, un apostador casi compulsivo que lo mismo ganaba o perdía miles de dólares, y que compraba armamento como si fuese a organizar la segunda Guerra Civil en los Estados Unidos.

Un oficial de migración del Aeropuerto Internacional McCarran de Las Vegas, atendiendo un viejo proverbio de origen incierto y sin duda también a un inciso de seguridad en su entrenamiento, creyó descubrir al diablo en un kleenex usado. Se equivocó.

Mientras él se sentía orgulloso de su proceder, un malnacido llamado Stephen Paddock estaba planeando la masacre más grande que ha ocurrido en los Estados Unidos y que sería perpetrada por un solo hombre.

Ese hombre era el diablo. Pero en modo alguno estaba en los detalles. Fueron los detalles los que lo inventaron a él.