Por ANDRÉS TAPIA // Foto: TWITTER: JAPANEMB_MEXICO
En los corredores de la muerte de Estados Unidos, cuando un sentenciado abandona su celda por última vez para dirigirse a la cámara de ejecución, el guardia que le franquea el paso anuncia su salida y trayecto con la siguiente frase: Dead man walking!, que literalmente significa “hombre muerto camina o caminando”.
Conocí dicha expresión y de su uso a partir de la película del mismo nombre protagonizada por Sean Penn y Susan Sarandon (Dead Man Walking, Tim Robbins; 1995), la cual es una adaptación del relato homónimo de no ficción, escrito por Helen Prejean, una monja que pertenece a la hermandad de Saint Joseph of Medaille, una de cuyas congregaciones está situada en New Orleans.
Más allá del drama intrínseco a la historia, la secuencia en la que Matthew Poncelet (Sean Penn) abandona su celda para ser ejecutado mediante una inyección letal mientras es escoltado por un grupo de guardias y la hermana Prejean (Susan Sarandon), me marcó profundamente a partir de tres palabras que en un contexto literario suponen una metáfora emparentada con la poesía, pero que aplicadas a la realidad adquirían los modos de una broma macabra, mucho más propia del llamado realismo mágico que no sólo define un movimiento y un momento de la literatura latinoamericana del Siglo XX, sino también –y esto no es una broma ni una metáfora– el modus vivendi de la región que se sitúa al sur del Río Bravo y se extiende hasta la Patagonia.
Más o menos por el mismo tiempo que vi la película y supe de la frase que deben escuchar los condenados a muerte en Estados Unidos, el cantante de un grupo mexicano de rock que por ese entones había viajado a la ciudad de Los Ángeles, California, para grabar su último álbum, me contó una anécdota que vivieron con el productor del mismo, un ciudadano estadounidense. Para interiorizar y conocer mejor el trabajo que realizaría con el grupo, el productor pidió a sus integrantes le contasen sobre qué versaban cada una de las canciones. Una de ellas llevaba por título “Pan de muerto”.
El pan de muerto forma parte de una de las tradiciones más notables de México en cuanto a su antigüedad, trascendencia y singularidad; sin embargo, se origina en una relación tirante, inacabada e inasible, de amor-odio, con la muerte. Dicha tradición ha sido elevada al rango de Patrimonio Cultural de la Humanidad por designio de la UNESCO, y si bien en tanto celebración cultural posee todos los atributos para trascender en la historia, el culto que la sociedad mexicana profesa a la muerte –más allá de las diversas y pintorescas formas que tiene de manifestarse– también posee elementos oscuros e incomprensibles.
Cuando aquel productor estadounidense se enteró que durante la celebración del Día de Muertos en México (1 de noviembre) se elabora una variedad de pan que, por principio, se ofrece a los espíritus de quienes han fallecido, pero que toda la sociedad del país consume alrededor de esa fecha, no pudo comprenderlo del todo… ¿cómo puede un muerto consumir pan?
(No me detendré a divagar sobre el origen del pan de muerto, que per se es incierto si bien las versiones que se tienen apuntan a que se trató de una suerte de placebo creado por los conquistadores españoles para impedir los sacrificios humanos que realizaban los antiguos habitantes de México en honor a los dioses con una mínima, pero no inconsecuente dosis de canibalismo).
¿Cómo puede un hombre muerto caminar? ¿Cómo puede decírsele a un hombre cuya muerte es inminente que, pese a ello, aún está vivo, pero ya no? Las preguntas son retóricas, por supuesto, y por ello mismo ofrecen la oportunidad de ensayar las hipótesis más plausibles y también las inimaginables, en la conciencia de que llegado el momento se tendrán muchas más preguntas que respuestas sobre la mesa.
El terremoto ocurrido el 19 de septiembre pasado en el centro de México y cuya onda expansiva sacudió mayormente a los estados de México, Morelos, Puebla y la capital del país, enfrentó de nuevo a la sociedad mexicana con esa idea sempiterna de la tragedia que ronda su existencia como si fuese su depredador natural. Al mismo tiempo, la situó de otro modo, uno en el que el concepto de lo avieso es casi inocuo, delante de la muerte.
Ese modo, esa circunstancia, no derivan en una festividad que trasciende fronteras y gana adeptos y turistas por su cualidad de única y extraordinaria, sino que es la piedra angular de un pueblo que en sus orígenes no eligió la desgracia como destino, pero que de tanto enfrentarla ha terminado por abrazarse irremediablemente a ella.
Por orden de un dios de pacotilla, tallado en piedra, vuelto eterno y hoy exhibido con grandeza en el Museo de Antropología de la Ciudad de México, el pueblo azteca partió de un lugar mítico llamado Aztlán –tan mítico que al día de hoy no se tiene certeza de su existencia– con la consigna de fundar una ciudad ahí donde, postrada sobre una planta de nopal, un águila devorase orgullosa a una serpiente.
Pasaron algo así como 250 años y, en el islote de un lago, el pueblo azteca halló la señal prometida. Sobre una gran mancha de agua a la que rodeaba un cinturón de montañas, en una tierra pantanosa, la ciudad de México-Tenochtitlan fue fundada el año 1325 de la era cristiana. Lo que siguió después, sugiero, consúltenlo en los libros de historia.
Los 360 muertos que refiere la última cifra oficial del terremoto del 19 de septiembre de 2017 y que confirma esta columna mientras se escribe, no son menos trágicos que los más de 10,000 que ocasionó el que tuvo lugar el 19 de septiembre de 1985. Algo hemos aprendido desde entonces, pero, al mismo tiempo, seguimos siendo el mismo pueblo patético de siempre.
Un grupo de rescatistas procedentes de Japón, un país con mucha experiencia en terremotos, se apersonó en días pasados en la Ciudad de México. Vinieron a ayudar, a tratar de extraer vida entre los escombros. En algún caso lo lograron, pero mayormente rescataron cuerpos sin vida.
De vuelta a su país, en la Terminal 2 del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, fueron despedidos entre aplausos y vítores… no era para menos. Es sólo que, el mexicano idiota, los mexicanos idiotas, los acostumbrados a vivir cultural y eternamente entre la muerte y abrazando a la muerte, decidieron agradecerles de otro modo. Y ese otro modo, apenas entregar su pase de abordar, fue entregarles una caja de pan.
Por supuesto: era pan de muerto.