The Soul of America

Por ANDRÉS TAPIA

A Cyn, ella sabe porqué…

El cielo estaba encapotado de nubes grises cuando la voz serena del capitán del vuelo 1029 de Delta Airlines, susurró a través de los altavoces: “Tripulación: 3,000 pies”. Esas palabras son un código y llanamente significan que el aterrizaje es inminente en tanto restan sólo 914 metros para tomar la pista. A esa mínima altura, sin embargo, los alrededores del Aeropuerto Internacional JFK de Nueva York no eran visibles.

Repentinamente, como quien despierta de un sueño, la mancha urbana que rodea el aeropuerto apareció en el horizonte bajo. El capitán sacudió las alas del avión para alinearlo en la pista, pero la humedad, el calor y el viento estaban en su punto más álgido. Cuando dejó de escucharse la aceleración de los motores, la aeronave escoraba a babor. En otras palabras: no sería un aterrizaje simétrico. La parte izquierda del tren de aterrizaje tocó tierra primero y, en consecuencia, cuando la derecha hizo lo mismo, al avión se sacudió. Sin ceder al pánico temí lo peor. Y sólo pude pensar en John Lennon.

No ignoraba que era 9 de octubre, pero en ese momento no recordaba la efeméride, al menos no de manera consciente. Tenía 12 años cuando murió John Lennon y su muerte está aparejada en mi memoria al divorcio de mis padres. “Morirás en Nueva York”, me dije, y para reafirmar lo insano y absurdo de mi pensamiento, agregué: “Eso ya es algo”.

Iniciaba la década de 1980 cuando papá se fue, mi madre –una ama de casa– quedó a cargo de cuatro hijos y yo me volví un fan irredento de Los Beatles. Mi fanatismo, sin embargo, conservaría una suerte de virginidad durante muchos años antes de perderla al conocer el origen de una de las canciones más emblemáticas de Los Beatles.

Sean Lennon, el hijo de John y Cynthia Powell, se presentó una ocasión delante de Paul McCartney para contarle algo que para él era una tragedia: “Mis padres van a divorciarse, y no sé qué hacer”. A partir de tal circunstancia, McCartney concibió “Hey Jude!”.

Volví a Nueva York el 9 de octubre de 2017, justo el día en que John Lennon, de estar vivo, habría cumplido 77 años. No lo recordé, no quise recordarlo o, de una manera más simple, no pude hacerlo… al menos no de manera consciente. Nueva York, sin embargo, a su muy retorcida y egregia manera, tiene una maldita vocación de sacudir el alma de los que, alguna vez, acaso por equivocación, se enamoraron.

Yo me enredé con ella hace 20 años, la primera vez que estuve ahí. En una juguetería que ya no existe (FAO Schwartz), concebí un cuento que me hizo ganar un certamen literario organizado por el diario Reforma de la Ciudad de México y la editorial Alfaguara. Y luego volví muchas veces, con pena, con gloria, con indiferencia… hasta esta ocasión.

Un fantasma del pasado, uno caprichoso –como son todos los fantasmas–, me conduce al número 145 de la calle 45, sólo por conveniencia. En ese sitio, a la mitad de la nada y a media calle de Times Square se localiza el pub irlandés O’Lunneys. Esa noche –es el 10 de octubre de 2017– como otras tantas noches de septiembre y octubre, un hombre solitario ameniza con su guitarra los afanes nocturnos de los que se pierden en Nueva York.

Se llama Tom Riccobono, nació en Brooklyn, y a decir de él y de quienes lo conocen, es lo que suele llamarse un showman. Tom no es muy alto, casi mediano, casi bajito, pero no es su tamaño físico lo que importa. Canta, toca la guitarra, baila como un enano que tiene dos metros de altura. Por eso lo ignoras al principio. Por eso, al final, eres tú el que se siente pequeño.

Es la noche del 10 de octubre de 2017 y Tom Riccobono canta en el Irish Pub O’Lunneys de Manhatthan el que parece ser el repertorio común de un cantante de bares de Nueva York. Es sólo que, repentinamente, da un golpe de timón: “Wagon Wheel”, una colaboración extraña, singular y no planeada entre Bob Dylan y Ketch Secor de Old Crow Medicine Show, convierte al cantante pequeño en un gigante… al menos ante tus ojos…

So rock me mama like a wagon wheel

Rock me mama any way you feel

Hey mama rock me

Rock me mama like the wind and the rain

Rock me mama like a south-bound train

Hey mama rock me…

Tom Riccobono tiene ya mi atención, y me hace cantar. Hace 20 años vine a esta ciudad y fue genial. Hoy es mucho más que eso.

Hace 20 años me marché de la Ciudad de México decidido a olvidar un fantasma. Antes de irme, mi hermano Pablo decidió darme un regalo. Ese regalo fue un CD con un sencillo de Neil Young: “Rockin’ in the Free World”. La escuché durante seis meses como la última plegaria de un condenado a muerte. Y luego la olvidé… por 20 años…

Regreso a Nueva York y, en un pub irlandés, un hombre bajito nacido en Brooklyn está cantando una canción que me hace volver 20 años atrás en mi vida. Y no sólo eso: también canta todas las canciones que tienen sentido en un mundo que a cada momento se está yendo cada vez más al carajo…

Me acerco a él y le entrego una servilleta con una canción y un nombre erróneo: “Coyotes”, Richard Thompson. “No tengo mis lentes… ¿qué canción es?”, responde.

Le digo que no importa, que es sólo una petición, que no pasa nada, que no es importante, pero que quiero que sepa que me ha hecho la noche, que es genial, que, para mí: “You are the soul of America”.

Tom Riccobono se sonrojó, bajó la cabeza, me dijo que nunca le habían dicho un cumplido de tal envergadura. Y nos dimos la mano.

Cantó dos, tres, quizá cuatro canciones más. Al final, dijo: “Tengo un nuevo amigo de México, y esta canción es para él”.

Me señaló entonces, no con el índice, sino con el puño, ese puño que no es hostilidad sino fraternidad en los nuevos tiempos.

Volví de Nueva York hace dos días, pero aún me estremezco.

Para cerrar su show, Tom Riccobono, el gigante de Brooklyn, me cantó “Hey Jude!”.