Por ANDRÉS TAPIA
Al final del capítulo “La sonrisa de Karenin”, de La insoportable levedad del ser, Milan Kundera escribió: “El tiempo humano no da vueltas en redondo, sino que sigue una trayectoria recta. Ese es el motivo por el cual el hombre no puede ser feliz, porque la felicidad es el deseo de repetir”.
Siendo niño, en una pendiente situada a un costado de Los Pinos, la residencia de los presidentes de México y la cual se localiza en el Bosque de Chapultepec de la capital del país, descubrí un pasatiempo vinculado de manera muy estrecha con el concepto de la felicidad acuñado por Kundera. Sin fuerza suficiente ni músculos para poder escalar la pendiente, solía empujar una bicicleta a pie hasta el sitio en que una puerta metálica resguardada por dos soldados impedía continuar con el ascenso; luego, me montaba en ella para dejarme caer a una velocidad insospechada.
Subir, por supuesto, no era fácil, ni a pie ni pedaleando. La recompensa a dicho esfuerzo, sin embargo, estaba incluida en el descenso: la aceptación gozosa del vértigo, la violencia del viento arañándome el rostro, el aroma a eucalipto que inundaba mi nariz con los modos de una bendita maldición… Y, al final, el deseo obstaculizado por un nuevo ascenso de acometer otra vez aquella experiencia. La felicidad, sí, es el deseo de repetir.
Ascender dolorosamente a un sitio elevado para luego descender montado en la cresta del gozo, es una idea cercana pero contrapuesta al Mito de Sísifo: el castigo de acarrear eternamente la roca a la cima de la montaña viene recompensado por la felicidad, y no por la desdicha, de descender rodando con ella.
Una expresión de la lengua inglesa, compuesta de dos palabras, un accidente de la lingüística que en términos formales se conoce rhyming reduplication (reduplicación rítmica, rima reduplicada), designa desde los primeros años del Siglo XX a un juego infantil. Helter Skelter, dos palabras que reunidas tienen un significado pero que separadas carecen de él, designan a un tobogán en espiral muy común en los parques públicos y de atracciones del Reino Unido. Su singularidad radica en el hecho de semejar faros marítimos: esa construcción fálica que mayormente en el pasado, y menor y románticamente en el presente, suele indicar a los navíos la cercanía de la costa, de un puerto o una playa.
La expresión no es un neologismo: ha estado en uso en la lengua inglesa desde, por lo menos, el año de 1592, y entonces su significado era “caótico y desordenado apuro (In chaotic and disorderly haste)”. En los Estados Unidos se conoció alrededor de la década de 1820, pero en ese momento lo que menos quería la novel, independiente e incipiente nación de América del Norte era rendirle tributo a aquellos hombres de los cuales se emanciparon.
Cuando inició el Siglo XX y de una manera fortuita, extraña y absurda los británicos comenzaron a llamar a los toboganes Helter Skelter, los estadounidenses ni siquiera se enteraron y definieron a ese armatoste como slide (si estaba en un parque), water slide (si conducía a una piscina), toboggan, sledge o sled (si se usaba en la nieve) o switchback o roller coaster (si formaba parte de un parque de atracciones).
Un tobogán, resbaladilla, resbaladín o rampa deslizante, más allá de su origen y el vocablo utilizado para designarlo, es un juego infantil que opera en todo el Mundo bajo los mismos sistema y proceso: asciendes a un sitio elevado y luego te dejas caer a través de una rampa que puede ser recta, curva, tener rellanos o ser espiral.
Hace unos días falleció Charles Manson, uno de los gurús de la filosofía más retorcida que engendró el movimiento idealista de la década de 1960, y bajo cuyo amparo y liderazgo se perpetraron algunos de los crímenes más abyectos de los que tenga memoria el Siglo XX. Enano, megalómano, hipnotista y manipulador, Manson imaginó un conflicto racial entre negros y blancos a partir de su desgraciada vida, la cual transcurrió entre orfanatos, reformatorios y prisiones, en los cuales fue, seguramente, sodomizado por hombres de otras razas.
Tras la aparición en 1968 de The White Album de Los Beatles, Manson halló –en su retorcida, febril y absurda cabeza– una justificación para su mínima e intrascendente existencia: en las líricas de “Helter Skelter”, una pieza concebida por Paul McCartney a partir de la envidia que sintió cuando escuchó a Pete Townshend referirse a una de las composiciones de The Who, reconoció el Evangelio de un apóstol no reconocido por ninguna Iglesia, la Católica incluida: mata, asesina, y hazlo de la manera más cruel que puedas: sólo así alcanzarás el Reino de los Cielos.
Violenta, como pocas canciones de Los Beatles, “Helter Skelter” llamó la atención de Manson: un atisbo de lo que muy pronto sería el Heavy Metal estaba ahí. Es sólo que Manson nunca escuchó la letra o la malinterpretó. Y la letra aludía a ese “caótico y desordenado apuro” de un niño que desciende de un Helter Skelter y vuelve a la fila para volver a ascender –penosamente–, y descender –gozosamente– tan solo –y sólo– por experimentar la felicidad otra vez.
La primera pieza del álbum Rattle and Hum, de U2, es un cover en directo de “Helter Skelter”. Al comienzo, se le escucha a Bono decir: “Esta es una canción que Charles Manson le robó a Los Beatles. Ahora se la robamos a él para recuperarla…”
El penúltimo año de la década de 1960, en las semanas postreras del verano, justo una semana antes de la celebración del Festival de Woodstock, Charles Manson ordenó una orgía de sangre a sus acólitos que culminó con la muerte violenta e inenarrable de siete personas… en realidad ocho: el nonato de Sharon Tate y Roman Polanski no nació.
En tiempos recientes he vuelto al sitio desde el cual solía montarme en una bicicleta y descender a velocidades insospechadas para un niño. En ese lugar hoy existe un parque que se llama “La Hormiga”. Es un parque extraordinario, pero ya no es posible ascender a ese sitio de mi infancia y mucho menos descender para aceptar el vértigo, sentir la violencia del viento que araña el rostro, inhalar oxígeno para percibir el aroma a eucalipto y, al final, experimentar el deseo, obstaculizado por un nuevo ascenso, de acometer otra vez aquella experiencia.
“Helter Skelter” es una canción musicalmente violenta, pero líricamente feliz. Charles Manson la utilizó para justificar su insignificancia, algo que hoy hacen muchas personas para poder existir, sea que asesinen, o no, a alguien.
Charles Manson no robó precisamente «Helter Skelter», pero al inscribirla con sangre en la escena de uno de los crímenes más aberrantes que haya conocido la humanidad en tiempos recientes, alteró por completo su significado e hizo devenir a la inocencia en maldad.
Acaso con un poco de suerte y algo de desmemoria, la muerte de ese profeta falso, fanático y asesino, devuelva hoy a esa canción de Los Beatles su sentido prístino: la felicidad es el deseo de repetir.