La muerte de Don Draper (en el Starbucks de La Condesa)

Por ANDRÉS TAPIA

El Cadillac Coupe DeVille ‘65 se detiene en una esquina del barrio La Condesa de la Ciudad de México. Eso, per se, es extraño. Pero cuando el hombre que lo conduce desciende y entrega las llaves al valet de la cafetería, las miradas mórbidas y lascivas que a un mismo tiempo pulieron y rayaron la pintura del automóvil, cambian de objetivo y alternativamente se posan en el sombrero Fedora que corona un rostro afeitado y helénico, en la gabardina que, una tarde calurosa y ya casi de primavera, extraña y ominosamente cuelga de su antebrazo derecho, y en el anacrónico maletín de piel que sostiene su mano izquierda.

Alguien levanta un Galaxy S10 y toma una foto, no se sabe si al hombre o al auto. Pero una hipster pelirroja –no tan pelirroja ni tan voluptuosa como Joan Holloway– oprime el botón de inicio/obturador de su iPhone Xs, y la imagen que queda impresa en la pantalla es un full shot de un hombre que parece haber escapado de una novela de Frances Scott Fitzgerald. El hombre del Fedora, de la gabardina, del maletín demodé, la mira. Y casi sonríe. Pero no.

Da dos pasos, uno más. Toda la concurrencia que abarrota las mesillas situadas en la acera lo contempla con el asombro aparejado al prodigio. Y él parece hacer lo mismo. Pero no. Lo que en realidad contempla son esos aparatos rectangulares que sostienen en las manos; los artefactos que yacen sobre algunas mesas y que semejan ser la unión sacrílega de una máquina de escribir con un televisor, aunque asombrosamente pequeños; y los pantalones cortos, y las barbas grotescas, y los pantalones rotos, y los cráneos rapados, y la ausencia de brassieres en algunas mujeres, y las zapatillas blancas, la ausencia de corbatas, el exceso de imprudencia.

Al trasponer la puerta –una puerta que tiene inscrito un nombre que, cree recordar, le pertenece al personaje de una novela relacionada con una venganza y una ballena– el hombre del Fedora se lo retira con la mano del antebrazo del que cuelga la gabardina, la opuesta a la que sostiene el maletín, y se acerca al mostrador.

–Hola, qué tal. ¿Qué deseas tomar?

–Hola…  sólo un café.

–¿Americano? ¿Expreso? ¿Descafeinado? ¿Solo o con leche?

–Sólo un café.

–¿Alto? ¿Grande? ¿Venti?

–¡Sólo un café! ¡Un simple café!

–¿Frío o caliente?

–¿Sirven café frío?

–Servimos lo que quieras y siempre a tu gusto.

–¡Dios!

–¿Me recuerdas tu nombre?

–¡Nunca te dije mi nombre!

–¿Cómo te llamas, entonces?

–Don.

–Tienes estilo, Don. Tu corbata es hermosa.

Mientras aguarda, Don halla un parecido entre esa empleada que le hace preguntas obvias, absurdas e irritantes, y Peggy Olsen. Peggy. Esa versión femenina de él mismo. Esa aprendiz de Don Draper. Pueblerinos, ambiciosos, carentes de escrúpulos llegado el momento. Pero en el fondo sutiles. Y casi decentes. Casi.

–¡Aquí está tu café, Don! ¡Bonita tarde!

Él ya no la escucha. Está mirando esas tres letras que prefiguran su nombre, delineadas con caligrafía infantil, que le hacen recordar a su hija Sally cuando ella era más niña. Don da un trago a su café y percibe un amargo extraño. Nada está mal excepto que él preferiría que aquella infusión se transformase en un Old Fashioned.

Haciendo equilibrios con el Fedora, la gabardina, el maletín y el vaso de café, enciende un cigarrillo y escucha una voz dulzona e irritante.

–Don, aquí no se puede fumar. ¿Te importaría…?

Él no la escucha. Detrás del cristal de la puerta, entre un transeúnte y otro, difuminado por las sombras de los árboles del boulevard y los rayos moribundos de sol, algo que parece el recuerdo de Bets se abre paso en su memoria.

Don empuja la puerta con el antebrazo, el Fedora cae al suelo. No es Bets sino una sombra, otro tiempo, otra mujer. Cualquier mujer, pero la misma. El aleteo de un pajarillo.

–¡Hey, tú! ¿Puedo tomarme una foto contigo?

A punto de dar un traspiés se detiene. El Fedora va rodando por ahí.

–Pero con tu sombrero, ¿sí?

La pelirroja lo recoge antes de que toque definitivamente el suelo. Él no lo nota porque su mirada continúa persiguiendo el recuerdo de Bets que acaso pasó por ahí hace un minuto, alguna vez.

–¿Qué haces?

–Es una foto, sonríe guapo.

Él escucha un clic, similar al obturador de una cámara fotográfica. En ese artefacto diminuto está contenida su imagen, su persona, su memoria, pero en otro tiempo. En ese instante recuerda sus palabras, su mantra, el evangelio: “Hazlo simple, pero potente”.

–¿Qué es esto?

–Es un… ¡teléfono!

No lo parece, al menos para él. Sin embargo, en su mente, imagina una nave espacial, una máquina del tiempo.

–¿Cómo te llamas, guapo? ¡Dame tu número!

Él mira pasar el Cadillac Coupe DeVille ’65, pero lo conduce alguien más. Alguien que fue él, pero en otro tiempo. Un chasquido en su mejilla lo hace pensar en Bets. Su rostro se humedece. Sin recordarse ni recordarlo del todo, se escucha decir:

–Don, Don Draper.