Por ANDRÉS TAPIA
San Cristóbal es un barrio colonial al que recuerdo pintado en blanco y amarillo. Forma parte del municipio de Ecatepec y pertenece al Estado de México, una de las 32 entidades federativas en las que está dividido un país llamado México.
Mis abuelos maternos vivían unos kilómetros adelante de ese sitio y, por tanto, resultaba inevitable pasar por ahí cuando íbamos a visitarlos. Inevitablemente, también, el autobús se detenía en la plaza principal, un sitio limpio, blanco y amarillo en el que se erguía –se yergue– la Iglesia de San Cristóbal Ecatepec, un templo que data de 1562, la cual exigía de los ojos que la miraban –aún hoy lo exige– el asombro.
Mi abuelo era carpintero y frecuentaba San Cristóbal para comprar madera; de cuando en cuando yo le acompañaba. No recuerdo cuántas veces fui con él: si muchas, si pocas, si sólo algunas. Pero siempre, en cada una de ellas, al descender del autobús en la plaza, frente a la iglesia, mi abuelo solía levantar la vista hacia una colina situada al suroeste del pueblo y, tras señalar con su dedo índice derecho la cima, me decía: “Ya no veo bien, los lentes no me ayudan, pero ahí hay una cruz, ¿verdad, hijo?”.
Esa colina es conocida como “Cerro del Viento” y en dialecto náhuatl eso es lo que significa Ecatepec (Ehecatépec): Ehéca[tl] (viento), tepe[tl] (cerro). Pero también –en virtud a la cruz que mi abuelo ya no podía ver y, sin embargo, podía señalar con la certidumbre de que aún estaba ahí– como “Cerro de la Cruz”.
No soy religioso, al redentor de la cruz le dije adiós hace años, y si bien lo recuerdo con la nostalgia con que se recuerda a los revolucionarios, también, del mismo modo, podría calificarlo sin empacho ni ambages de embustero. Y nadie, menos a la luz de lo que hoy son México y el Mundo, podría reprocharme nada.
Por ello mismo me resulta un tanto inexplicable el que hoy, de los anaqueles de mi memoria, se haya caído el recuerdo de mi abuelo, del Cerro del Viento y de aquella cruz que, ahora que lo pienso, en mi memoria parecía dominar no sólo un pueblo, un municipio, un estado… sino a un país entero.
Ese país se llama México y, en los tiempos recientes, registra una cifra promedio de mil personas (llamaré a todos personas aunque algunas, o muchas de ellas, no merezcan ser llamadas de ese modo) ejecutadas. Mil.
Decir ejecutadas no quiere decir precisamente lo que la literatura y la historia quieren decir cuando hablamos de ejecuciones; no. No hay un paredón o algo así, es decir: un muro detrás y una última petición y un poco de honor. No, no hay nada de eso. Hay armas, sí, rifles de asalto que nunca se utilizan excepto para amenazar y apuntar a objetivos maniatados e inmóviles que sólo en la excitada imaginación de un guionista de cómics podrían deshacerse de sus ataduras y ajusticiar a los victimarios.
No. Hay cobardía, hay saña, hay un primitivismo inmemorial, medieval y vestigial que no halla cabida en la evolución de la humanidad. Hachas, espadas rupestres llamadas machetes, cuchillos sin afilar pero plenos de odio, despedazan no sólo la vida sino la muerte misma: cadáveres que ya no pueden sentir nada son objeto de mutilaciones aberrantes perpetradas por seres que parecen pertenecer a la especie humana y, sin embargo, en el éxtasis que supone la orgía de su poder, lucen mucho más insignificantes que esas moscas negras, gigantes y asquerosas que se alimentan de la mierda.
Pero no habría moscas si no hubiera mierda. Y la mierda es un país en el que la justicia no existe. Un país en el que mueren 49 niños en una guardería y no hay culpables. Un país en el que unos cuantos –o muchos– políticos acomplejados por su origen son capaces de robar y hacer fortuna a costa del esfuerzo y la miseria de todo un pueblo. Un país sin valores, sin ética, sin decencia, sin autocrítica. Un país condescendiente con las fechorías leves de todos los días: el abuso, la indolencia, el egoísmo, la estupidez, el sopor.
Yo no me creo todavía –y nunca lo creeré– que una niña muerta no despida el aroma corrupto de los cadáveres pasados nueve días de su deceso. No me creo todavía, y nunca lo creeré –aunque haya periodistas condescendientes y maniqueos que así lo hagan– que a Luis Donaldo Colosio lo mató un loco solitario que se creía un Caballero Águila. Jamás creeré, en consecuencia, que mueran dos secretarios del interior, en igual número accidentes aéreos, y sus muertes se atribuyan a la divinidad, a la fatalidad, al azar, al destino de un país tan predecible y seguro como es México. ¡Con un carajo y mil carajos más!: Felipe Calderón, Enrique Peña Nieto, Andrés Manuel López Obrador, ustedes y todas sus moscas lamemierdas… ¡váyanse al carajo si me creen así de idiota!
Pero no sólo ustedes… Y es que, siendo honestos, ustedes sólo son la encarnación del cáncer de una sociedad que no respeta al otro, que se supone justa e impoluta pero que perpetra, todos los días, los miles delitos mínimos que en su conjunto no sólo han procreado un Estado fallido, sino una nación fallida, vergonzosa, triste y miserable.
México no es corrupto por sus políticos, por sus instituciones, por sus empresarios, por sus policías, sus delincuentes, sus narcotraficantes y sus malnacidos… México es corrupto y vil y bajo y vergonzoso por sus habitantes. Esos mismos que –para hablarles en su dialecto estúpido– cuando cometen una falta la justifican diciendo: “Pero… ¿qué tanto es tantito?”.
Hace unos días viajé de Guadalajara a la Ciudad de México. Jalisco, Michoacán, el Estado de México y una ciudad monstruosa e irrepetible pasaron delante de mis ojos. Praderas amarillas, verdes, quemadas y humeantes. Colinas caprichosas, estériles, arboladas o indiferentes. Iglesias pequeñitas, hombres que andaban a pie, a caballo o en bicicleta, reptando por la geografía de un sitio extraordinario, único, hermoso e irrepetible… Un país… ¡carajo!… paradójicamente feo. En ese país nací yo, nacieron mis abuelos, mis padres, mis hermanos, mis amigos…
Anoche contemplé en un video cómo cuatro mujeres fueron ejecutadas por 13 hombres armados pertenecientes al Cártel de los Zetas. Y así, como si nada, como no rueda una cabeza que es separada de su cuerpo, un recuerdo olvidado se me cayó abrupto de la memoria.
Como en un sueño vi a mi abuelo, con sus anteojos, su bigote y sus ojos ya nublados, casi muertos, pero al fin certeros, hablar de un barrio, un pueblo, un sitio amarillo y blanco llamado San Cristóbal. Y encima de ese pueblo había un cerro –el Cerro del Viento– y en la cima una cruz.
En esa cruz –que aún existe– cifro la esperanza de un país que no la merece y sin embargo aún la tiene.
La cruz que los ojos de mi abuelo podían imaginar cuando, tristemente, ya no la percibían.