Por ANDRÉS TAPIA
El 8 de junio de 1990, poco después del mediodía, en algún sitio de la calle 5 de febrero, en el centro sur de la Ciudad de México, me detuve en una caseta telefónica y llamé a mi amigo Álvaro Capistrán para decirle que avisara a todos los integrantes de la editorial en la que trabajábamos ambos, que se asomasen a la ventana.
–Voy a pagar mi apuesta –le advertí y colgué la bocina.
Acto seguido, con la determinación de quien decide vapulear su dignidad en aras del honor, me aproximé al edificio donde se hallaba la editorial, me situé a mitad de la calle y arrojé mi portafolio al suelo. Para entonces, todos mis compañeros de trabajo aguardaban expectantes con las manos posadas en los ventanales.
Tras echar un nuevo vistazo y cerciorarme que los autos se habían detenido por causa de un semáforo en rojo, bailé sobre mi portafolio lo que en México se conoce como un “zapateado”, una danza folclórica del país. Escuche aplausos y risas, recogí mi portafolio y me escabullí en la editorial.
De ese modo cumplí con la promesa hecha a Álvaro: bailar un “zapateado” a mitad de la calle si la Selección de Camerún vencía a la de Argentina en el partido inaugural del Mundial de Italia 1990. Un cabezazo de François Omam-Biyik al minuto 67, me hizo escenificar uno de los ridículos más felices que he protagonizado en mi vida, un ridículo perpetrado en honor al llamado “Milagro de Milán”.
En ese tiempo Álvaro y yo vivíamos juntos en una pequeña casa situada en el número 116 de la calle La Polar, en el barrio de La Industrial, al norte de la Ciudad de México. Aunque éramos amigos y colegas de trabajo, no puedo precisar cómo y porqué llegué a vivir con él. Aquella casa la alquilaba él y acaso en uno de mis muchos desvaríos de juventud, le pedí alojamiento. Como sea, aquellos fueron duros, simples y buenos tiempos.
Los días de pago, tanto él como yo y un chico llamado Leonel –un pariente del casero que si bien no vivía propiamente ahí de cuando en cuando se aparecía– comprábamos viandas para la cena con las que perpetrábamos festines atroces pero felices: huevos, pan, tortillas, jamón, quesos, leche. Uno preparaba sándwiches; otro cocinaba omelettes; el restante freía quesadillas con aceite de girasol y tortillas de harina. Si el trabajo había sido productivo y la paga buena, entonces podíamos darnos el lujo de unas cervezas o una botella de ron.
La vida era dura, pero prometía buenas cosas. La Selección de Camerún animó como nunca una Copa del Mundo que de otro modo hubiese sido sosa e insípida, y mi amigo y yo nos hermanamos de una extraña forma.
Una noche Álvaro me anunció que el casero le había pedido la casa, que teníamos unos días para salir de ahí. A los pocos días, empero, me dijo que había encontrado un apartamento en la Colonia Cuauhtémoc, el cual se encontraba en medio de un litigio, razón por la cual el inquilino que arrendaba el lugar podía subarrendárnoslo por una renta ridícula. Estaba situado en un primer piso, era oscuro, pero compensaba las tinieblas con su tamaño. Y hay que decir que estaba completamente amueblado.
Sin embargo había una trampa. El arrendatario que nos lo subarrendó no nos dijo que tenía a una mujer viviendo ahí en las mismas condiciones que nos ofreció a nosotros. Convivimos con ella algunos días hasta que le dijimos a Rafael (así se llamaba aquel hombre) que nos marchábamos. Al día siguiente aquella mujer desapareció.
Aquel verano lo vivimos a tope. Alemania venció a Argentina en una final polémica, unos versos que escribí a propósito de la actuación de la Selección de Camerún en el Mundial fueron leídos por un afamado poeta mexicano en televisión, y una tarde una rubia estadounidense que bien podía haber aparecido en las páginas centrales de Playboy, llamó a la puerta de nuestro nuevo apartamento y nos pidió usar el teléfono. Álvaro y yo interpretamos aquello como un buen augurio, pero fue totalmente lo contrario: a los pocos días la editorial en la que trabajábamos quebró y ambos nos quedamos sin empleo.
Como si no bastara, una tarde Rafael se apareció con toda su familia, su suegra incluida, y nos anunció que permanecería ahí unos días. No teníamos para pagar el alquiler y una noche nos echó de ahí tan sólo para, al vernos abandonar aquel lugar con nuestras pocas pertenencias, salir corriendo detrás nuestro y ofrecernos esperar un poco más por el pago.
No teníamos a dónde ir, de modo que aceptamos su ofrecimiento. Pero lo hicimos conscientes de que ese barco se hundía y teníamos que saltar al agua.
Todo se iba al carajo y repentinamente yo conseguí un buen empleo en otra editorial. Y Álvaro en una estación de radio. Entonces nos separamos. Cuando volví a verlo, en una calle de la Zona Rosa de la Ciudad de México, habían pasado cuatro años, Brasil estaba a punto de coronarse en el Mundial de Estados Unidos de 1994, él se había convertido en fotógrafo y mi ex novia se había casado recientemente.
No recuerdo haberlo visto otra vez hasta el año 2004, cuando yo trabajé en una editorial que se localiza en la Colonia Condesa. Coincidíamos en restaurantes, en cafeterías: él tenía un matrimonio estable y dos hijas; yo capeaba el temporal y en ocasiones llegaba a buen puerto.
El año 2006, el del Mundial de Alemania, coincidí de nuevo con él, esta vez en otra editorial: él tomaba fotografías para una de las revistas del grupo y yo me convertí en editor de una de ellas.
Un día, Álvaro llegó a mi oficina y me anunció, acaso con la misma sonrisa con la que contempló mi baile de Italia 90: “Voy a inaugurar mi estudio de fotografía, haré una reunión, quiero que estés ahí”. No falté. Estuve ahí y brindé con mi amigo. Y fue la última vez que lo vi.
Lo siguiente que supe de él es que había sufrido una embolia. No pude, no quise, no me atreví a verlo en el hospital. Perdió el dominio de la mitad de su cuerpo. Y una buena parte de todo aquello por lo que se esforzó tantos y tantos años.
Hace no mucho lo vi aparecer en la red social Facebook. Me agregó como amigo y amigos comunes me contaron que solía escapar de su casa, con su cámara al cuello, para tomar fotografías: flores, aves en los alambrados públicos, grupos de personas que hacían nada.
Hace unas semanas, Álvaro comenzó a comentar mis posts en Facebook: los buenos, los malos, los provocadores, los idiotas, los que no dicen nada o los que quieren decir algo. Es sólo que sus comentarios eran en realidad un solo comentario. Y con alguna variante mínima, siempre el mismo: “Las por se tu estas… Andres Tapia a estos y es fui mi lo vivi a amor…”
No supe qué responderle la primera vez. Y tampoco la segunda, la tercera, la última… que tuvo lugar esta mañana. Pero ahora creo que tengo una idea.
Carnal: si el domingo México vence a Holanda, te prometo, como hace 24 años, que a la mitad de la calle que quieras del lugar que quieras bailaré un “zapateado”.
Y tú sabes (por ti, por aquel verano de 1990 y por aquel Milagro de Milán) que voy a cumplir.