El país de los vivos y los muertos

Por ANDRÉS TAPIA

Hace exactamente dos meses, 43 estudiantes desaparecieron en la ciudad de Iguala, en el estado mexicano de Guerrero. Las dudas, certezas y preguntas acerca de su paradero y su destino, se han pronunciado y repetido en medios de comunicación de todo el mundo, sin que unas, otras y las que falten, convenzan a nadie de nada.

Hasta ahora sólo se cuenta con las declaraciones de algunos policías corruptos, así como de sus posibles asesinos, quienes reconocen haber secuestrado, asesinado e incinerado a los jóvenes. Sus cuerpos, empero –o lo que sea que reste de sus cuerpos–, no aparecen. Por ello, ante la falta de evidencia contundente que demuestre que fueron asesinados, se les califica como desaparecidos.

Huesos, cenizas, piezas dentales, restos de indumentarias, es lo único de lo que se dispone. Con ello ha trabajado el Equipo Argentino de Antropología Forense, y tal materia también fue enviada a la Universidad de Innsbruck, en Austria, con la esperanza de obtener algunos residuos de ADN. Pero hasta hora, nada.

Sin embargo, en la búsqueda de los 43 estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa han aparecido otros cuerpos, otros restos, otras cenizas y otros huesos. Restos que alguna vez albergaron vida y pertenecieron a alguien. Muchos de ellos, es muy posible, hayan pertenecido a miembros de bandas rivales del crimen organizado; muchos, también, a inocentes que fueron confundidos como enemigos, que se negaron a engrosar las filas de los criminales o que se negaron a ser extorsionados por ellos.

¿Quiénes eran? Nadie lo sabe. Y difícilmente lo sabremos en el futuro. Lo que es una verdad incontrovertible es que, desde hace años, los cárteles mexicanos de la droga han empezado a disputarle al diablo el control del infierno.

Los cuerpos de los vivos, inocentes y culpables, son incinerados o disueltos en ácido para no revelar su identidad, previa sesión de tortura, por supuesto. Si no hay un cádaver no hay un crimen. Y si no hay un crimen, no hay un criminal.

Pero en los lugares más ocultos de la geografía de México, en la selva, en la montaña, en los bosques, en las cuevas y en los desiertos, la tierra vomita restos humanos que no pertenecen a los primeros hombres que poblaron el planeta.

A diferencia de los asesinos seriales, en cuya retorcida psique albergan el deseo no sólo de ser “admirados”, sino reconocidos y detenidos un día, los sicarios del crimen organizado de México desaparecen los cuerpos de sus víctimas no sólo para no dejar rastros –aunque de todos modos los dejen– sino para exhibirse plenipotenciarios, omnipresentes e impunes.

En un país con controles de seguridad tan estrictos como los de los Estados Unidos, la impunidad podría ser, llegado el momento, una virtud. En México, en cambio, es moneda corriente que se desliza todos los días de mano en mano. Si los crímenes y la fuga de un asesino requieren del concurso de la policía, los políticos locales, estatales y federales, del ciudadano lego… ¿en dónde está la “gracia” de ser impune?

¿De quiénes son todos esos restos que han aparecido los últimos dos meses, y que de acuerdo al gobierno de México y al Equipo Argentino de Antropología Forense, no pertenecen a los 43 estudiantes que desaparecieron la noche y la madrugada del 26 y el 27 de septiembre? ¿Su identidad no nos interesa y por ende no merecen nuestra indignación? ¿O es que perdonaremos a sus asesinos como hemos venido haciendo desde hace años ahora que sabemos que la historia debe escribirse a partir de los crímenes de Iguala? Y si ocurriese que los asesinos fuesen los mismos, ¿los juzgaremos y condenaremos selectivamente puesto que ignoramos, no supimos o no quisimos darnos cuenta de sus anteriores crímenes?

No, no sólo faltan 43, faltan miles, cerca de 27,000, y ya he dicho antes que muchos de esos habrán sido criminales y muchos también inocentes, pero unos y otros merecerían que sus asesinos fuesen detenidos, juzgados, condenados y exhibidos.

No llegamos a eso durante todo el siglo XX. Y no hemos llegado en todo lo que va del XXI. Y no lo hemos hecho porque, en tanto estado y sociedad que se presumen democráticos, unos y otros perderíamos el vulgar privilegio de la impunidad que permea, como la humedad y el salitre, al país que se jacta de formar parte de una de las 15 economías más poderosas del mundo, pero cuya jurisprudencia es una broma y su estado de derecho la sátira de la parodia de una comedia.

Hablo en plural, haciendo uso de la primera persona, en tanto formo parte de esta sociedad, pero el pronombre «nosotros» no me gusta nada. Y no me gusta ser lo que soy, ciudadano de este país, porque no he hecho lo necesario para cambiar el rumbo del mismo, y si bien mi indignación no es nueva, no ha sido lo suficientemente constante ni enérgica para decirle al mundo que en México se practica una política de exterminio basada en la corrupción, los privilegios, los crímenes y la indiferencia. Una política cuyos culpables son desde el actual y los anteriores presidentes del país, hasta los actuales y anteriores ciudadanos del mismo. Sin exculpar, por supuesto, a quienes se encuentran en medio de ambos extremos.

Un día, dentro de muchos años, en los libros de historia –en aquellos escritos en lugares distintos a México– se contará que existió un país en el que ocurrieron crímenes abominables que no recibieron la correspondencia de la justicia. Un país de muertos que resurgían de las cenizas –exigiendo un nombre y un apellido–, y un país de vivos cuya indiferencia los hacía parecer muertos.

Ignoro si aún estaré vivo cuando eso ocurra.

Ojalá que no.