Por ANDRÉS TAPIA // Fotografía: ANTONIO TUROK
El año nuevo de 1994 lo pasé en casa de mi amigo Iván Rivera. Él se marchó de la fiesta al alba pues tenía la guardia matutina en la radiodifusora en la que trabajaba; yo me quedé departiendo con su familia. Cuando regresó, alrededor del mediodía, vagamente me contó que algo había ocurrido en el estado mexicano de Chiapas. “Un grupo de personas organizó una trifulca en San Cristóbal de las Casas, al parecer no fue la gran cosa”.
La telefonía celular ya existía, pero no estaba al alcance de todos. Lo escueto de sus palabras se debía a la lentitud con que la comunicación se propogaba entonces. Aquel evento no fue una trifulca sino una insurrección: un grupo llamado Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), formado mayormente por indígenas de Chiapas, se había levantado en armas y desafiaba al gobierno de Carlos Salinas de Gortari, quien, hasta ese momento, en virtud a la firma y puesta en marcha del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica, auguraba el ingreso de México al Primer Mundo y prometía un futuro de bonanza.
Sin Internet, redes sociales ni telefonía celular, la noticia se propagó por todo el planeta: una guerrilla había aparecido en el “México moderno” de Carlos Salinas de Gortari. Pero eso fue sólo el principio.
Casi tres meses más tarde, apenas arribar la primavera, el candidato del Partido Revolucionario Institucional (PRI) a la Presidencia de México, Luis Donaldo Colosio, sería asesinado en circunstancias altamente sospechosas por un Lee Harvey Oswald postmoderno, es decir: solitario, ramplón y de pacotilla, muy lejos de Sirhan Sirhan puesto que ni siquiera podía escribir su nombre sin esgrimir faltas de ortografía. De acuerdo a la versión oficial se llamaba (se llama) Mario Aburto, se autodenominaba “Caballero Águila” (un guerrero de élite en la cultura de los Aztecas) y en su mente escuchaba “voces” que le ordenaron cometer el magnicidio.
Colosio fue sustituido como candidato presidencial por un economista, Ernesto Zedillo, quien a la postre ganaría las elecciones celebradas en julio de ese año.
Con la investigación del magnicidio aún en marcha, el 28 de septiembre de 1994, José Francisco Ruiz Massieu, Secretario General del Comité Ejecutivo Nacional del PRI y ex cuñado de Carlos Salinas de Gortari, sería asesinado.
El 1 de diciembre de 1994, Ernesto Zedillo tomó posesión como presidente del país. Unos días más tarde, se anunciaba en México una devaluación de la moneda nacional que tendría consecuencias devastadoras sobre la economía mundial. Sólo la intervención del Presidente de los Estados Unidos, Bill Clinton, sin concurso del Congreso, evitó que los efectos de dicha crisis fuesen mucho más graves y duraderos.
Llamar a 1994 el año más terrible que ha vivido México en tanto nación que siempre encuentra nuevas razones y motivos para perpetuar sus taras y agravar sus errores no es un despropósito. Históricamente lo fue, y en términos estrictamente económicos, sólo los buenos oficios de Ernesto Zedillo consiguieron reflotar a un barco que se hundía sin remedio.
Candidato por sustitución, presidente por accidente, Zedillo enfrentó la peor crisis económica en toda la historia de México. Y aunque el ineficaz y cruel rescate que realizó del sistema bancario mexicano dejó a muchas personas y pequeñas empresas en la ruina, consiguió superar la crisis (hacia 1997 México ya había cubierto los préstamos otorgados por Bill Clinton y los Estados Unidos). Para 1999, el crecimiento del PIB del país rayaba en un mítico 7 por ciento.
El mejor presidente que tuvo México en el siglo XX –o el menos malo, si se prefiere–, que no prometió nada porque no tuvo tiempo de prometer, que encarceló al hermano de su antecesor (Raúl Salinas de Gortari), fue castigado en las urnas el año que consiguió que la economía del país creciera como nunca antes. Así, el 1 de diciembre de 1999, Ernesto Zedillo entregó la presidencia a la oposición, tras más de 70 años de permanencia omnipresente del PRI en el poder, y se marchó sin pena, gloria o siquiera un aplauso o apretón de manos.
Han pasado 20 años desde aquel terrible, horrendo 1994. Tras 12 años de gobierno del Partido Acción Nacional (PAN), en los cuales un ranchero inculto, ignorante, rupestre y vulgar fue incapaz de implementar las reformas que hubiesen conducido al país a una bonanza verdadera, y un pequeño Napoleón (la tautología es válida) emprendió una guerra contra el narcotráfico que no ganó y que a pesar de sus buenas intenciones sólo retrajo al país a una barbarie a la que hallarle un parangón en la historia sólo nos conduce a los hombres más primitivos –es decir, a los primates–, el PRI ha recuperado el gobierno del país.
Y lo hizo a través de los oficios de un político que lo único que tiene de brillante es el gel que acicala su cabello. Un hombre que consiguió granjearse el beneficio de la duda de muchos bienintencionados, aviesos e ingenuos, pero que en los hechos, desde los días en que era candidato, ha demostrado que no es capitán para un barco que hace muchos años hace agua y que ahora mismo, de nuevo, ha comenzado a hundirse.
La desaparición la noche y madrugada de los pasados 26 y 27 de septiembre de 43 estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa, ha puesto a Enrique Peña Nieto en una situación límite, de la misma manera en que la insurrección del EZLN, los asesinatos de Luis Donaldo Colosio y José Francisco Ruiz Massieu, amén del “Error de diciembre”, retiraron los alfileres del tinglado que Carlos Salinas de Gortari montó del 1 de diciembre de 1988 al 1 de enero de 1994.
Al igual que Carlos Salinas, Enrique Peña Nieto prometió a México El Dorado, Las Indias, el Nuevo Mundo, la conquista de Marte. Y al igual que Salinas, las promesas se le desvanecieron entre los dedos como agua y arena. Hoy mismo, el Banco de México recortó las expectativas de crecimiento económico que las reformas diseñadas, implementadas, puestas en marcha y aprobadas por su gobierno, se aseguró –aunque hoy se niegue o atempere– habrían de conducir a México al otro lado del río Jordán.
Hoy mismo, noviembre 20 de 2014, el descontrol, la falta de gobierno, la ausencia del Estado de Derecho, la violencia –la causada por los actos del crimen organizado que sólo obedece a los más primitivos instintos de conservación y barbarie; la que se ampara en la tradición impune de una nación y una sociedad que no tienen la más mínima noción de lo que significa justicia; la que sobreviene auténticamente a partir de un sentimiento de impotencia e ira pero que llegado el momento es capaz de contenerse; y la que irracional se dispara, incendia, golpea, sacude, trastorna y obedece a instintos genuinos o intereses aviesos– demandan un líder, un capitán, un estadista.
Lo que hay, en cambio, es un escándalo –exagerado o no, justo o no, absurdo o no, cierto o no– en el que el presidente de un país llamado México envía a su esposa a dar la cara para defender un patrimonio que puede ser legítimo, pero que al haber sido adquirido mediante la intermediación de una empresa que ha recibido canonjías del gobierno –entre ellas la concesión para la construcción de un tren y un poco y sospechosamente más tarde la cancelación de tal tarea–, ha despertado suspicacias, incredulidad e ironías.
Para fortuna de México, a Carlos Salinas de Gortari su puesta en escena se le cayó el primer día de los últimos 11 meses de su gobierno.
Para desgracia, a Enrique Peña Nieto le ha ocurrido cuando aún le quedan cuatro años de mandato.