Las momias del hielo; las cenizas de los muertos

Por ANDRÉS TAPIA

El viernes 23 de agosto del año 2012, cerca de la medianoche, un hombre llamado Gerardo Ortiz descendió de su automóvil en medio de una pavorosa tormenta que caía en el sur de la Ciudad de México. Con su auto averiado por la inundación y el agua a la cintura, Ortiz quiso ponerse a salvo en la plataforma de una estación de autobuses. No lo consiguió: cayó en una alcantarilla que carecía de tapa y desapareció.

Una semana más tarde, el cadáver de Ortiz fue localizado en un ducto –a una distancia de apróximadamente 1.5 kilómetros del sitio donde se hundió– del sistema de drenaje de la Ciudad de México.

Todo esto se conoce porque hubo testigos que presenciaron el instante en que Ortiz desapareció y reportaron el hecho a la policía. Pero si no hubieran existido, es probable que el cadáver de Ortiz hubiese permanecido oculto y perdido hasta que un accidente o una casualidad macabra revelasen de manera fortuita su paradero.

Fueron, precisamente, un accidente y una casualidad macabra las que llevaron, el pasado 3 de marzo, a la localización de un cuerpo momificado en el volcán conocido como Pico de Orizaba, cuya geografía la comparten, a partes iguales, los estados de Puebla y Veracruz.

Un alpinista resbaló por una ladera y, al intentar sujetarse de algo, se halló con la cabeza y la mano izquierda de un cadáver momificado sepultado por la nieve. Cuando descendió, dio aviso del hallazgo a las autoridades, pero de acuerdo a un integrante del Grupo de Rescate Delta encargado de la zona, sólo dio detalles muy someros del sitio donde avistó el cadáver: la ladera norte, el Glaciar de Jamapa, a una altura de más o menos 5,300 metros.

Una expedición partió dos días más tarde y tras enfrentar un clima adverso, amén de la falta de detalles precisos, en el punto que señalan las coordenadas 19º 02.994’ N y 097º 16.250’ W, halló el cuerpo. Es sólo que, al cavar un poco, descubrieron que no se trataba de un solo cadaver, sino de dos.

Tomaron fotos, video, y descendieron para preparar una nueva expedición y así rescatar ambos cuerpos. Las conjeturas comenzaron entonces: que si se trataba de un estadounidense que hace cinco años cayó en una grieta sin que se hallara su cuerpo; de una alpinista australiana que hace diez, mientras ascendía el volcán, presentó signos de hipotermia y abandonó su expedición para descender, pero jamás la volvieron a ver; o de dos de los siete miembros de una expedición mexicana que, el año 1959, fueron víctimas de una avalancha que mató a cuatro.

Todo parece indicar que se trata de estos últimos. Y que la identidad de esas momias congeladas correspondería a dos de los tres hombres que, amarrados entre sí, lideraron el ascenso, el 2 de noviembre de 1959, de una expedición de la Legión Alpina de Puebla al Pico de Orizaba: Enrique García, Juan Espinoza y Manuel Campos. Los otros cuatro (Alberto Rodríguez, Luis Espinoza, Marco Antonio Fernández, Darío Huesca) estaban encordándose entre sí cuando sobrevino la avalancha (los últimos tres, tras reponerse, habrían visto el cadáver del primero pero no pudieron rescatarlo).

Cincuenta y cinco años más tarde, un accidente y una casualidad macabra hacen vomitar a la montaña (volcán) más alta de México (5,610 metros de altura) a dos de los cuatro cuerpos que aparentemente se tragó el 2 de noviembre de 1959, el día en que el mundo occidental celebra el Día de los Fieles Difuntos, y que en México se conoce como Día de los Muertos.

Quiero repetirlo, aunque con algún matiz: 55, 10, 5 años más tarde, el Pico de Orizaba vomita dos cuerpos que se tragó. Y si bien no los devuelve intactos, lo que de ellos resta será suficiente para determinar, en los días venideros, si corresponden a Enrique García, Juan Espinoza, Manuel Campos, a un expedicionario estadounidense, a una alpinista australiana, o a un Juan Pérez o a una Jane Doe intrínsecamente desconocidos.

Hace hoy justamente cinco meses y medio, en la ciudad de Iguala, en el estado de Guerrero, 43 estudiantes desaparecieron, aparentemente secuestrados por policías locales en contubernio con una agrupación de criminales dedicados al narcotrafico.

De todos ellos se conocen sus nombres, eran alumnos de la Escuela Normal de Ayotzinapa. Lo que se ignora todavía es su destino.

Lo más probable es que estén muertos. Lo aun más probable es que hayan sido asesinados. Lo incluso predecible es que esto haya ocurrido en las horas que siguieron a su detención, secuestro o desaparición forzada, es decir, en las primeras horas del 27 de septiembre de 2014. Pero, insisto, se ignora su destino.

La Procuraduría General de la República aseguró que luego de ser detenidos, secuestrados, torturados y asesinados, algunos de ellos voluntaria y otros involuntariamente, fueron apilados en una insólita pira humana, mientras sus asesinos alimentaban la hoguera con madera, caucho, gasolina y diesel.

Los restos, sus restos, de acuerdo a la versión del gobierno de México, serían depositados en bolsas de plástico negro que más tarde serían arrojadas a un río.

Exámenes practicados por el Equipo Argentino de Antropología Forense a un trozo de hueso y a una pieza dental hallados en un basurero, determinaron que pertenecían a Alexander Mora Venancio, uno de los 43 estudiantes desaparecidos. De los restantes 42, no hay una sola célula con ADN útil que sirva para identificarlos.

El Trópico de Cáncer, ubicado en el Hemisferio Norte, divide a México en dos. Al sur de este paralelo se localizan los volcanes y las montañas más altas del país, las que, precisamente por su altura, presentan lo que se conoce como nieve perpetua, es decir, aquella a la que no derriten los rayos del sol.

Es esa nieve, ese hielo, lo que ha conservado, por espacio de 55, 10, 5 o los años que sean, los cadáveres de dos personas que quisieron alcanzar el cielo de México. Pero, en ese mismo espacio, 43 personas parecen haber sido reducidas a cenizas tales que no es posible determinar que alguna vez hayan existido.

México es el absurdo país de las alcantarillas sin tapa que se tragan a los náufragos traunsentes una noche de tormenta. También es el asombroso país de los volcanes cuya altura les permite poseer nieve eterna tan sólo para antagonizar la improbable pero siempre latente amenaza de la incandescencia de la lava. Y es, al mismo tiempo, el país donde 43 personas, culpables o inocentes, inocentes o culpables, desaparecen sin dejar rastro alguno de su existencia.

A 5,300 metros de altura aparecen dos cadáveres que acaso tienen 55 años de haber muerto. Casi al nivel del mar, en el muy vulgar, grotesco y folkclórico estado de Guerrero, desaparecen 43 hombres jóvenes hace cinco meses y medio.

A los mexicanos les gusta el calor (soy mexicano, pero yo odio el calor): la comodidad, la sensación incomparable, ingenua y confortable de volver a sentirse dentro del vientre de su madre; el frío, en cambio, lo odian.

En la dialéctica absurda del ser mexicano, fueron paradójicamente el frío, el hielo, los que conservaron los cadáveres de dos personas que murieron hace tiempo y por ello mismo mañana tendrán un nombre, un apellido y un sepulcro.

En contraste, el calor, el fuego, antítesis de lo anterior, es muy probable que hayan consumido a nada a 43 personas.

Y cuando digo nada quiero decir que seguramente nunca más sabremos de ellas.