El día que me enamoré de Daniel Craig

Por ANDRÉS TAPIA

No soy gay. Pero hoy debo reconocer que un día –hace tiempo y de algún modo extraño– me enamoré de Daniel Craig. Ahora bien, cuando digo “de algún modo extraño” matizo mi declaración que en estos momentos debe tener a mi novia, a mi madre, a mi familia, a mis amigos y amigas con una taquicardia cercana a un ataque masivo al corazón: me enamoré de él a partir de su personificación de James Bond en Casino Royale.

El primer Bond que yo conocí, Roger Moore, era tan soso y limitado como el presidente de un país de América que se localiza al sur de los Estados Unidos (adivinen cuál, y reconozcan que hay mucho de donde escoger. Pero no pretendo confundirlos: soso, limitado y –agrego– muy guapo). Luego de él vinieron otros dos (Timothy Dalton y Pierce Brosnan), tanto o más guapos que el propio Moore… aunque también sosos y limitados. Tanto y demasiado, que hoy nadie se acuerda de ellos.

Para no enfrentar más vendavales de los que ya mi escandalosa declaración y mi control de daños prefiguran en el horizonte, debo aclarar que nunca vi una sola película de James Bond protagonizada por Sean Connery ni por George Lazenby. En consecuencia, no puedo calificarlos de sosos o limitados. Por ello me atengo a la última opción que suelen incluir las encuestas que se precian de serlo: “No sabe, no contesta (ni se excita; agrego)”.

Jugador irredento de poker al igual que Bond (Craig) en Casino Royale, he perdido el suficiente dinero en mesas de juego situadas en casas de amigos y familiares (y también en Las Vegas), como para considerarme un peligro para mí mismo y los que me rodean. Es sólo que, del mismo modo, he ganado tanto dinero en esas mismas mesas (y también en Las Vegas) como para pagar diez rondas a todos los presentes (en las mesas familiares y también en los casinos) y a los que deseen agregarse.

El momento en que James Bond –herido en su ego por la nebulosa y macabra maestría de Le Chiffre (Mads Mikkelsen), que lo hace perder en el Texas Hold’em los diez millones de dólares que el MI6 le había proporcionado para cumplir su misión– ruega a Vesper Lynd (Eva Green, una agente asignada por el MI6 para proveer de recursos a Bond con la finalidad de hacer quebrar a Le Chiffre y exhibirlo como un gigolo que financia el terrorismo) le entregue los cinco millones de dólares extras que el MI6 destinó a la misión en caso de un fracaso, es el momento en que yo me enamoro de Daniel Craig.

Ahora bien, no me retracto, pero para ese instante también ya estaba enamorado de Eva Green. ¿Un trío? No, para nada: no compartiría a Daniel con Eva. Ni a Eva con él. Y, si lo pienso, todo ocurrió a partir de este diálogo:

Vesper Lynd: ¿Voy a tener problemas con usted, señor Bond?

James Bond: No, despreocúpese, usted no es mi tipo.

Vesper Lynd: ¿Inteligente?

James Bond: Soltera…

Al final de esa cinta, Vesper Lynd muere sin que el 007 pueda evitarlo. Por eso me quedo con Bond. Por eso, a final de cuentas, me enamoro de Craig. Por eso y porque, en la siguiente película de la saga, Quantum of Solace, en la secuencia final de la misma, la directora del MI6, M (Judy Dench), dice a Craig: “Bond, te necesito de regreso”. Mientras se marcha, con la mirada llena de frialdad y de odio, Craig-Bond le responde: “Nunca me fui”.

MI amor por Craig no murió en Skyfall, por mucho que Javier Bárdem (Raoul Silva) haya querido robármelo. Pero, al igual que la Ley de la Conservación de la Materia enunciada por Antoine Lavoisier en el siglo XVIII (“La materia no se crea ni se destruye, sólo se se transforma), cambió de modos y formas.

Es el año 2015, el invierno aún no se ha marchado, y me entero que Daniel Craig viene a México a filmar Spectre, la cuarta película de James Bond en la que él es el protagonista –ya sin Vesper Lynd, ya sin M (Judy Dench)–, condicionado a alterar ciertas partes del guión original de la cinta.

Según versiones no confirmadas que tienen a Sony Pictures Entertainment en el ojo del huracán, en la versión original del guión un terrorista llamado Sciarra busca asesinar al Jefe de Gobierno de la Ciudad de México. Bond –mi amado Craig– debe impedirlo.

Pero, como eso suena agresivo y fuera de lugar, algunos políticos mexicanos ofrecieron a los productores algunos incentivos fiscales con tal de que en la trama el Alcalde de la Ciudad de México fuese sustituido por un líder internacional, y que su potencial asesino y la policía que lo persigue no fuesen mexicanos sino un sicario extranjero y una fuerza especial (¿Osama bin Laden, los Cascos Azules de la ONU, Carlos el Terrorista, la CIA, Timothy McVeigh, el Mossad, el Estado Islámico, el MI6, Magneto, los X-Men?).

Y aquí, justamente aquí, es donde me desencanto y mi salida del clóset se vuelve un acto fallido. ¿Para eso me enamoré de ti, Daniel Craig?

Quiero decir, no salvarás a Miguel Ángel Mancera de su muerte, sino a Evo Morales, Nicolás Maduro, Cristina Kirchner o Raúl Castro. Como si no bastara, no será la Policía de la Ciudad de México, la Federal, la Gendarmería, la SEIDO, las autodefensas de Michoacán o Guerrero, o los miembros subversivos y arrepentidos de algún cártel nacional los que te ayuden a perseguir al sicario idiota que por una paga grande eligió a México para cometer un asesinato.

Querido: bastaban 5,000 pesos (320 dólares) para que un matón de Ecatepec o Iztapalapa les hubiese hecho el trabajo… no precisamente limpio, pero sí irrastreable.

Pero eso no es lo que más me duele, Daniel, a final de cuentas tiene lógica y se justifica en más de un momento e instancia. Lo que no te perdono es que, en un país de muertos, tú y la implacable producción de Spectre elijan la colorida celebración del Día de Muertos en México para matar a un idiota.

Cráneos rídículos formados a partir de azúcar, flores amarillas cuyo nombre es impronunciable en tu idioma, papel de china multicolor recortado de formas caprichosas, amén de los caprichos de los muertos perpetrados (y complacidos) por los vivos. Y, encima de todo eso, tú corres con una Beretta 9 milímetros persiguiendo a un matón “internacional” porque el gobierno de México (el local, el federal o ambos), no quieren exhibir el color y la naturaleza de los sicarios nacionales.

Me equivoqué, Daniel. Y te equivocaste tú. Y, ahora que lo pienso, Eva Green tiene más agallas, más coherencia, más valor, más decencia de la que tú jamás tendrás.

Pero me enamoré de ti, Daniel, en realidad de tu personaje. Un tipo rudo, de ficción, ideal e idealista…

Tan parecido –quizá por eso, quizá precisamente por eso– a mí.