Historias de migrantes: Marcos y el Dr. Q

Por ANDRÉS TAPIA

Alguna vez escuché de un amigo periodista con el que coincidí en una revista de música hace ya algunos años, una historia difícil de probar pero no lejana a la realidad. Si mal no recuerdo, surgió a partir de un debate que sostuvimos en torno a la película Santana, American Me?, protagonizada por Edward James Olmos.

Con los modos de una leyenda urbana, mi amigo aseguraba que los migrantes mexicanos que cruzaban la frontera de los Estados Unidos, enfrentaban algo similar a lo que ocurre en un videojuego. Es decir, eran sometidos (y autosometidos) a una serie de pruebas cuyos riesgos iban en aumento conforme avanzaban en su odisea.

Primero, ejemplificó, debían cruzar el río sin ahogarse o el desierto sin morir de sed. Si lo conseguían, entonces tendrían que enfrentarse a la Patrulla Fronteriza o a las bandas de fundamentalistas que, cual si se tratase de un deporte, los cazaban con rifles de miras telescópicas. Si sobrevivían a tales escenarios, les restaba un reto más: cruzar a pie las autopistas de California, célebres por contar con seis carriles por tramo. Quien haya transitado alguna vez por ellas, concordará en que hacerlo no es sencillo.

Mi amigo culminó su relato diciendo: “Pero si lo conseguían, ni la policía, ni los habitantes, ni la patrulla fronteriza los perseguirían más. Y la razón es muy simple: demostraron ser aptos para sobrevivir en un entorno hostil, de modo que lo que aporten a la sociedad invariablemente será bueno y positivo”.

Yo conocí a uno de esos. Cursé con él las escuelas primaria y secundaria, y fuimos amigos cercanos por espacio de nueve años. Se llamaba Marcos Oropeza y su padre me empleó alguna vez como ayudante en su taller mecánico.

Durante nuestras muchas charlas, cuando dejábamos la infancia y nos aproximábamos a la adolescencia, Marcos me llegó a decir que él y su familia eran pobres. No me lo parecía, al menos no del todo, pero ciertamente la casa en la que vivían y yo conocí, era un sitio pequeño para seis personas.

A punto de culminar con la escuela secundaria, Marcos me externó su deseo de convertirse en Policía Federal. “Te da una suerte de poder y es una profesión respetada”, decía. Callaba, en cambio, cuando el resto de los compañeros de clase externábamos nuestras intenciones de seguir estudiando.

Quizá intuía (o estaba seguro), que los estudios no eran para él, y que de seguir por esa ruta trazada por la sociedad, él no tendría ninguna oportunidad en el futuro.

Cuando el colegio concluyó, Marcos y yo nos separamos. Por un tiempo no supe más de él, hasta que me reencontré con Carlos, un amigo común. Llanamente me contó que él y su familia lo habían invitado a un viaje a California, a donde irían de vacaciones, previa parada en Tijuana. Pero Marcos no pudo cruzar la frontera porque no tenía visa.

Se despidieron de él, entonces, pero Marcos les aseguró: “Los alcanzo en Riverside”.

Marcos cruzó la frontera como ilegal y por un tiempo no regresó más. Yo me encontraría con él años después, cuando ya había montado una empresa de limpieza de edificios.

“Me casé, me va bien, y ya tengo la ciudadanía”, me contó.

Luego de eso no supe más de él por espacio de muchos años. Fueron las redes sociales las que nos volvieron a reunir.

Hoy Marcos Oropeza posee y dirige una enorme empresa ecoturística llamada Baja Wild, la cual se localiza en San José del Cabo, en Baja California Sur. Tiene tres hijos y, si lo entiendo bien, está casado por segunda vez. El inglés que por necesidad aprendió en esos primeros y difíciles años en Estados Unidos, le serviría años más tarde para relacionarse con el turismo norteamericano, el cual es su mercado natural.

Su regreso a México obedeció a que su madre necesitaba un transplante de riñón y él fue el donante.

Por razones obvias, la historia de Marcos me toca profundamente. Pero no es la única. Como él, miles de personas han cruzado ilegalmente la frontera de Estados Unidos y han contribuido, con su presencia y su trabajo, a hacer de ese país un lugar mejor.

Más o menos por los mismos años en que Marcos viajó a Estados Unidos, otro mexicano cruzó ilegalmente la frontera. Se llamaba Alfredo Quiñones y era el primogénito de una familia pobre de seis hermanos, avecindada en la ciudad de Mexicali, Baja California.

Era el año 1987 cuando Quiñones alcanzó la ciudad de Fresno, California. Por espacio de dos años trabajó como jornalero en un campo de algodón, y también fue pintor y soldador. Mientras desempeñaba este último oficio para una empresa ferroviaria, un día de abril de 1989 cayó accidentalmente en un contenedor de petróleo que por fortuna estaba vacío. Logró salir de ahí auxiliado por sus compañeros, sin embargo estuvo muy cerca de morir.

Como Marcos, Quiñones también tuvo que aprender inglés, y cuando lo hizo renunció a su trabajo en la ferroviaria. Con un poco de suerte consiguió una beca para la Universidad de Berkeley, en la que se matricularía como psicólogo el año 1994.

El desempeño universitario de Quiñones era por demás notable, de modo que alguien le otorgó una recomendación para entrar a la Universidad de Harvard. Cuando tuvo que elegir si especializarse en leyes o medicina, recordó que su abuela era curandera en Mexicali, así que optó por la segunda.

Años más tarde, Alfredo Quiñones realizó su internado, residencia y un postgrado en la Universidad de California en San Francisco. Hoy trabaja en el centro Johns Hopkins Medicine de Baltimore, Maryland, y ostenta los títulos de Profesor Asociado de Cirugía Neurológica, Profesor Asociado de Oncología, Director del Programa de Cirugía de Tumores Cerebrales en Johns Hopkins Bayview Medical Center, y Director del Programa de Cirugía Pituitaria en el Hospital Johns Hopkins.

Hoy Alfredo Quiñones Hinojosa –a quien sus pacientes, incapaces de pronunciar correctamente su apellido, llaman Dr. Q.– posee la nacionalidad estadounidense, trabaja en una investigación sobre células madre para curar el cáncer y hace un par de años publicó su autobiografía: Dr. Q: La historia de cómo un jornalero migrante se convirtió en neurocirujano (Editorial Lid, 2013).

Suelo contar las historias de mi amigo Marcos y el Dr. Q. a la menor provocación, y lo hago orgulloso no de compartir una nacionalidad con ellos (quien me conoce sabe que yo jamás me ufanaría de eso), sino tan sólo por haber coincidido en algún momento de mi vida con seres tan extraordinarios que, por razones que sólo les competen a ellos, decidieron un día marcharse a buscar respuestas que este país no les ofrecía.