Por ANDRÉS TAPIA
Me llamo Andrés, ese es mi nombre. Una palabra de dos sílabas, acento agudo, cuatro consonantes y dos vocales. No muy difícil de pronunciar para nadie, ni siquiera para alguien cuya lengua materna sea el finés, el ruso, el islandés o el alemán. Abre la boca, di “An” y siente como el oxígeno ingresa por tus fosas nasales e inflama las aletillas de tu nariz. Luego –un cuarto de segundo después– toca suavemente con tu lengua tu paladar y suéltala con la violencia que emplearías para dejar caer un mantra lapidario. Y pronuncia “drés”. An – drés.
¿Lo ves? Es sencillo. Nada del otro mundo. Demasiado simple, diría yo. Pero lo simple siempre puede ser más simple. Y también puede complicarse un poco. Por eso, por lo primero, hay quienes me llaman Andy (y eso me hace sentir como un niño, aunque me guste). Y también, por lo segundo, hay quienes se refieren a mí como Andresito (y también me gusta y también me hace sentir como un niño).
No soy un niño, pero en muchos sentidos lo parezco. No soy pequeño, pero tampoco soy alto. A mi edad me fascinan los videojuegos y Batman, el fútbol, andar en bicicleta, las hamburguesas y los Beatles. Por eso concedo el Andy, por eso acepto el Andresito. Pero soy Andrés, ya te lo digo… An – drés.
¿Te parece ególatra que te hable de mí y de mi nombre? A mí no. Estoy acostumbrado desde que era un niño. Cuando tenía nueve años, una mañana, mi madre –que era la presidenta de la asociación de padres de familia de mi colegio–, me descubrió peleando con un chico de mi salón, venciéndolo, sangrándolo, mientras toda la clase coreaba mi nombre de la manera en que ya te he enseñado a pronunciarlo: “An – drés, An – drés, An – drés…”
Fue glorioso. No tienes idea. Pero no lo fue porque mi madre me haya descubierto. No lo fue por sentirme apoyado por cerca de 50 chicos. Lo fue, simplemente, porque sin ser pequeño ni ser alto –mediano, si estás de acuerdo– tuve los arrestos para enfrentarme y vencer a un niño al que yo no provoqué ni le hice nada, pero al que le disgustaba algo de mí. ¿Qué fue? No lo sé. Tuve decenas de peleas de ese tipo. “¿Por qué quieres pelear conmigo”, preguntaba a mis oponentes. “Porque no me simpatizas”, “porque me caes mal”, “porque no te soporto”.
Si llegados a este punto no te simpatizo, te caigo mal o no me soportas, creo que todo eso se incrementará cuando te diga que siempre gané. Ahora bien, si me lo preguntas, no sé bien porqué. Yo era bueno en el colegio, en los deportes, en las peleas. Pero nunca me creí nada. Para mí tener las calificaciones más altas sólo era corresponder a las exigencias de mis padres, que me dieron una infancia feliz. Y anotar goles, bueno, eso implicaba ser parte del juego, ser querido por mis amigos, sentirme feliz por un momento. Y pelear… yo nunca quise pelear… yo nunca quise romperle la nariz a nadie, pero tuve que hacerlo porque entonces la nariz rota hubiese sido la mía.
Supongo que eso nos pasa a los medianos, los que no somos pequeños ni altos, que parecemos mediocres y, sin embargo, alternativamente podemos pelear con el coraje único de un pequeño que se sabe en desventaja, y con la fortaleza de un grande porque a final de cuentas eso es lo que los medianos queremos ser.
Los medianos podemos llegar a ser generales, presidentes, artistas que cambian la historia, pero llegar a serlo y serlo no es precisamente lo que nos ha inspirado. Un mediano conoce la desesperación del pequeño, desesperación que lo lleva –o no– a transgredir la ley, las normas, la moral y los principios; y también la soberbia, la autosuficiencia, la suerte y la lucha de un grande que se ha esforzado –o no– para ser quien es.
Lo que nos inspira, pues, a los medianos, es intentar ser un puente entre unos y otros. Y si prefieres a los grandes, los pequeños te acusarán de traición. Y si prefieres a los pequeños, los grandes nunca te dejarán pertenecer a ese club al que siempre has aspirado a pertenecer.
Por eso mismo los medianos no somos buenos generales, presidentes o artistas. Por eso mismo los pequeños y los grandes me retaban a pelear cuando era niño: “¡Decídete, estás con ellos o con nosotros!”.
Hace no mucho me nombraron capitán. Y eso me gustó. Ser capitán no implica una traición a los pequeños y no supone un gran desafío a los grandes. Luego entonces, puedes negociar y pelear con ambos. Pero eso también supone un riesgo: no hay nada peor que quedar atrapado en medio del fuego cruzado. Y yo ahora mismo recibo balas que provienen de mi infancia, de mi adolescencia, de los pequeños, de los grandes, y de la bendita, azarosa y absurda circunstancia de haber nacido en México.
Un poco más de dos semanas atrás, el mayor criminal que ha conocido mi país se escapó de una prisión de alta seguridad. Un pequeño en todos los sentidos cuyo poder puede derrotar a una legión completa de grandes. Si lo hizo por sí mismo, sin concurso alguno del gobierno de México, mi país es tan inepto que no merece sobrevivir. Si lo hizo con la participación de dos, cien, mil funcionarios, entonces mi país es tan corrupto que no merece sobrevivir.
Te cuento esto porque ahora mismo –sin nostalgias, sin recuerdos, sin reflexiones entre el bien y el mal, entre lo prudente y lo correcto, entre pequeños y grandes– este mediano que soy, este capitán de un grupo de corsarios, escucho mi nombre coreado por no sé cuántos miles de personas: dos sílabas, acento agudo, cuatro consonantes y dos vocales; no muy difícil de pronunciar para nadie…
“An – drés, An – drés, An – drés…”
Y podría ser más simple (Andy), o algo más complejo (Andresito), en todo caso vuelvo a ser un niño y a revivirme en el salón de clases en el que mi madre me descubrió golpeando a un chico. Yo no quería romperle la nariz, pero él me obligó.
Han pasado muchos años de aquel episodio. Ahora estoy aquí y los grandes esperan de mí que, aunque sea a partir de una trapacería, le devuelva a mi país algo de lo mucho que la historia nos ha robado.
Los pequeños, en cambio –y no estoy seguro que sean exactamente pequeños porque muchos me parecen medianos– me exigen contraviniendo sus tradiciones y costumbres, que sea digno, honesto, que mande al carajo las taras de este país –mi país– y me convierta en algo más que un pequeño, un mediano o un grande.
Miro a la hierba, al cielo, a mi infancia… Soy un capitán, un mediano, un puente entre los pequeños y los grandes. Por un momento imagino mi nombre en los libros de historia… ¿a quién carajos le importa la historia?
“An – drés, An – drés, An – drés…”
El árbitro silba…
Andy, Andresito, ¡váyanse a la mierda!