Por ANDRÉS TAPIA // Fotografía: STR/EPA
A Javier Martínez Staines, una voz crítica que hoy nos hace mucha falta
El pasado viernes 31 de julio, cinco personas fueron asesinadas en el barrio Narvarte de la Ciudad de México: cuatro mujeres y un hombre. Los detalles del asesinato han sido ventilados a cuentagotas por la policía si bien hay momentos en que se contradicen. Lo único que parece ser verdaderamente cierto (la tautología es válida), es que las cinco personas recibieron un tiro en la cabeza (el llamado tiro de gracia) si bien hay alguna versión que señala que en el caso del sujeto masculino, los disparos recibidos podrían haber sido dos o tres.
El hombre asesinado era un joven fotógrafo, Rubén Espinosa, que dos meses atrás abandonó la ciudad de Xalapa, capital del estado de Veracruz, pues, según lo que relató al portal en línea de noticias Sin Embargo y al canal de televisión por Internet Rompeviento, estaba siendo víctima de un acoso permanente y constante por sujetos desconocidos.
En las entrevistas que concedió a dichos medios, Espinosa dijo sentirse en peligro no sólo por las intimidaciones de las que había sido objeto, sino también porque, días antes, Juan Mendoza, un periodista que fundó un portal noticioso de Internet para la ciudad de Medellín, Escribiendo la verdad, murió sospechosamente arrollado por un auto. No fue la única razón: casi un mes antes, el periodista Armando Saldaña, locutor de las radiodifusoras La Ke Buena y Radio Max, fue asesinado a tiros.
Dos golondrinas no hacen verano, es sólo que Mendoza y Saldaña eran dos periodistas más asesinados durante la gestión del gobernador Javier Duarte de Ochoa, bajo cuyo mandato –azarosa, circunstancial o premeditamente– han sido asesinados o han muerto en circunstancias cuando menos sospechosas, quince periodistas, el último de los cuales fue Rubén Espinosa.
Las primeras noticias en torno a la masacre del barrio de Narvarte, tan sólo señalaban que cinco personas habían sido asesinadas en un apartamento, sin que se mencionara la identidad de ninguna de ellas. Espinosa, quien debido a las amenazas que había sufrido solía comunicarse sistemáticamente con su familia y sus amigos para indicarles a dónde iba, emitió un último mensaje entre las 14:00 y las 15:00 horas del viernes 31 de julio, en el que decía que se dirigía a casa.
En tanto Rubén no volvió a comunicarse, sus familiares se presentaron en el lugar en el que fue asesinado, hogar de Nadia Vera, una de las tres mujeres que vivían ahí y con quien presumiblemente sostenía una relación sentimental. Al percatarse de la presencia de la policía, se dirigieron a un anfiteatro cercano. Fue ahí donde una de sus hermanas reconoció el cadáver a partir de lo cual se hizo pública su identidad.
Horas más tarde, la policía de la Ciudad de México reconoció que sí, en efecto, uno de los asesinados llevó por nombre en vida Rubén Espinosa Becerril, casualmente la misma persona que huyó de la ciudad de Xalapa, capital del estado de Veracruz, por sentirse no sólo intimidado por el acoso del que estaba siendo objeto, sino porque, antes de él, 14 periodistas más habían sido asesinados en esa región.
En otros lugares del mundo –del mundo lógico, por supuesto–, un fiscal lógico, decente e inteligente, habría hallado en la circunstancia de que Rubén Espinosa era el quinceavo periodista de Veracruz muerto en circunstancias sospechosas, la primera línea de investigación.
Ahora bien, no se puede ser lógico, decente e inteligente cuando tienen que ocurrir las muertes de quince personas que detentan la misma profesión para caer en la cuenta de que algo sospechoso está pasando en ese lugar que gobierna un individuo obeso de voz aguda y astringente –que refiere a los villanos más patéticos, que no los más geniales, de los cómics de superhéroes– el cual gusta de tomarse fotos en momentos felices, pero que nunca se hace presente en los instantes de horror.
Además de Rubén Espinosa, de quien se sabe algo más es de Nadia Vera, otra de las víctimas de la masacre del 31 de julio: antropóloga, activista social, promotora cultural y quien también había denunciado una persecución por parte del –ya me contuve demasiado– sátrapa obeso, al que en una entrevista responsabilizó si algo le llegase a ocurrir.
También se sabe algo de Yesenia Quiroz Alfaro, una chica al parecer oriunda de Mexicali o de Morelia, que ejercía de modelo y estudiaba cultura de belleza. De las otras dos víctimas, una mujer que realizaba la limpieza del lugar en que se cometió la masacre, y una chica colombiana de nombre Nicole, no se conoce mucho más.
Sin embargo, la nacionalidad –aún no confirmada– de Nicole y referida por una testigo no presencial, una chica que también vivía en el lugar del crimen cuyo nombre es Esbeidy y quien según la policía fue quien descubrió los cádaveres de los asesinados, supuso en un primer momento un salvoconducto para la polícia, para el sátrapa obeso y para una legión de solitarios a los que no quiere nadie, y que por ello mismo encuentran en la soledad tumultuaria de las redes sociales una alternativa para ser vistos, admirados y queridos.
Colombia. Drogas. Pablo Escobar Gaviria. Ah, los colombianos, todos, son narcotraficantes. Una chica colombiana, metida a drogas o no, es la coartada perfecta. Así se filtra la historia a algunos medios de comunicación: la colombiana es la clave, la colombiana pertenece a un cártel, la colombiana forma parte de una banda de ladrones de casas, la colombiana posee un automóvil caro –modelo 2006… sí, carísimo–, la colombiana es el chivo espiatorio ideal.
Según las últimas declaraciones del fiscal de la policía de la Ciudad de México, Rodolfo Ríos, ahora se persiguen todas las líneas de investigación (la primera que señaló su fiscalía fue el robo).
Hace unas horas, la Procuraduría de Justicia del Distrito Federal hizo público un video en el que se observa a tres hombres abandonar el edificio en el que se cometió el crimen. Uno aborda el auto que presumiblemente pertenecía a la colombiana Nicole; otro más cruza la calle cargando una maleta pesada y, finalmente, el tercero hace lo propio corriendo tres minutos más tarde.
Tengo algunas preguntas para quien quiera responderlas: el fiscal Rodolfo Ríos, el sátrapa obeso a quien defienden los solitarios de las redes sociales –algunos de los cuales, debo confesarlo, son personas con las que me une algún tipo de relación pero a los que ya no quiero ver jamás–, o el señor Sergio Sarmiento, un periodista veleta que hoy en su columna de Reforma al fin fue sincero consigo mismo y con sus lectores: “Quizá soy un idiota…”
- El último mensaje de Rubén Espinosa mediante su teléfono celular, tuvo lugar entre las 14:00 y las 15:00 horas del viernes 31 de julio… los asesinatos se cometieron en ese lapso. ¿Ningún vecino escuchó los –cuando menos– cinco disparos de una pistola muy ruidosa, ni tampoco los gritos de auxilio o de dolor de las cinco víctimas que, según se dice, fueron torturadas (no seas idiota, Andrés, usaron silenciador)?
- Si el móvil fue el robo, ¿por qué la precisión del tiro de gracia y la presumible tortura? Los ladrones de casas-habitación no son tan ordenados ni tan crueles.
- Si fue un ajuste de cuentas entre narcotraficantes, entre la colombiana Nicole y la banda o cártel al que pertenecía –lo cual justificaría las muertes de los otros cuatro testigos– ¿por qué en el video presentado por la fiscalía uno de los asesinos escapa cargando una maleta?
- ¿Por qué alguna mujer, o varias mujeres, o todas las mujeres fueron víctimas de agresión sexual? Un ladrón común de casas-habitación roba y escapa, o, si se ve descubierto, roba, mata y escapa… Nunca, eso sí, asesinando con tiros certeros a la cabeza a sus víctimas después de violarlas y mucho menos a plena luz del día.
- Las víctimas fueron halladas en distintas habitaciones. Si asesinas a todos en la misma habitación, queda claro que tras el primer muerto los restantes gritarán y eso no te conviene si estás en un edificio de apartamentos. Y si la polícia encuentra cinco cadáveres en el mismo sitio con un tiro en la cabeza cada uno, a los brillantes de mente –no a los obtusos mendigos de cariño de las redes sociales– quedará claro que fue una ejecución, no un asesinato circunstancial.
- La policía dijo en un principio que las víctimas se habían reunido en ocasión de una fiesta, que bebieron alcohol, y que las chicas que vivían ahí solían ofrecer fiestas frecuentemente. Hace unas horas, la misma fiscalía declaró que no se hallaron evidencias de que se hubiese consumido alcohol (vasos y botellas vacíos, ceniceros llenos, hedor a cigarrillo e incluso vómito). ¿Hubo fiesta, reunión, cofradía o no, señor fiscal Ríos?
- Tres ladrones de casas-habitación, tres miembros de un cártel de las drogas, escapan de la escena del crimen separados: uno camina cargando una maleta pesada, otro aborda un auto que de manera paradójica conduce lentamente y uno más sale tres minutos más tarde casi corriendo. ¿No encuentra usted, fiscal Ríos, una maravillosa coreografía del crimen perpetrada para confundir a mentes pequeñas?
- Una de las víctimas, un fotógrafo, denuncia una persecución semanas antes de su muerte, porque teme por su vida. Otra de las víctimas, una mujer, meses atrás responsabiliza al sátrapa obeso si algo llega a ocurrirle. Quince periodistas que trabajan en el estado de Veracruz son asesinados o muertos en circunstancias cuando menos sospechosas a partir del gobierno de Javier Duarte de Ochoa, el obeso sátrapa que hace unas semanas sermoneó a algunos periodistas del estado de Veracruz de estar coludidos con el crimen organizado. ¿Quién es, quiénes son los culpables?
Llegado a este punto debo hacer una confesión: el asesino soy yo. Yo organicé la muerte de Rubén, de Nadia, de Nicole, de Yesenia y Alejandra. Yo contraté a tres amigos –que hicieron el trabajo sucio– para asesinar a las víctimas de la colonia Narvarte, con la finalidad de culpar al sátrapa obeso de las muertes de los otros 14 periodistas asesinados antes de la muerte de Rubén Espinosa.
Declaro pues, delante de Dios y de los hombres, que Javier Duarte de Ochoa no me pagó un centavo, que todo esto lo hice por convicción propia, que mi única motivación fue hacerlo pasar por culpable de algo que él no propició jamás.
Lo espero pues, mañana, fiscal Rodolfo Ríos, en mi casa o en mi lugar de trabajo, para que me arreste: no opondré resistencia. Tan sólo le pido, tras mi confesión, que la haga pública y literal, que deje claro que yo mandé matar a Rubén, Yesenia, Nadia, Nicole y Alejandra para inculpar –perversamente– a Javier Duarte de Ochoa, el sátrapa obeso. Se lo pido encarecidamente…
Porque así, y sólo así, se callarán los idiotas solitarios que en las redes sociales han encontrado una perversa –y única– manera de sentirse vivos.