Epifanías y atavismos (desde el ojo del Mundo)

Por ANDRÉS TAPIA

La corrupción puede ser un acto legal si se parte del principio esencial del capitalismo: la existencia (y la lucha) de las clases sociales. Pienso en esto mientras pago 31.50 libras (800 pesos mexicanos) para hacer una fila de apenas cinco minutos en comparación con los 60 (o más) que tendrán que esperar aquellas personas que sólo pagaron 19.35 (492 pesos) por hacer el periplo del London Eye, la gigantesca noria con la que la ciudad de Londres y el Reino Unido dieron la bienvenida al último milenio en marzo del año 2000.

Las 12 libras y 15 peniques extras que debe uno de pagar para ascender al cielo londinense y en la escala social (es sólo una expresión), mas allá de convertirlo a uno en un VIP, lo que verdaderamente hacen (y permiten) es ahorrar el recurso natural más abundante y a la vez más escaso del Mundo: el tiempo.

“¡Subiremos antes que los VIP’s!”, grita y celebra un chico adolescente de un grupo de estudiantes británicos, que debido al orden establecido por la organización del London Eye, abordará primero una de las 32 capsulas de ocho metros de longitud por cuatro de diámetro, que habrán de elevarse a 135 metros de altura sobre la ciudad de Londres. Su triunfo es un espejismo: llevan más de una hora esperando por trepar a esta maravilla de la ingeniería cuyo diámetro es mayor (120 metros) al de una cancha de fútbol profesional.

Pero si se piensa que a un adolescente lo que naturalmente le sobra es el tiempo, hay un principio de “equitatividad” en ello: a quien el tiempo se le agota, paga por ahorrarlo; a quien le sobra, lo emplea para ahorrar dinero.

Hace unas semanas, el presidente de México, Enrique Peña Nieto, en un acto público soltó la frase, “vamos a administrar la condición humana”, refiriéndose con ello no propiamente a la cultura de la sociedad mexicana, en la que corromper es un acto tan común como comer o respirar, sino a la proclividad de toda la especie humana de faltar a los principios más elementales de moral, ética y decencia.

Enrique Peña Nieto tiene un punto, o tal vez dos: los seres humanos, sin importar su nacionalidad, son proclives por naturaleza a corromper o ser corrompidos; es sólo que, en el caso mexicano, dicha proclividad no es vista como un defecto que es necesario corregir, sino como un área de oportunidad que llegado el momento puede alcanzar los modos de una virtud.

Visto de este modo, “administrar la condición humana” no es sólo un eufemismo para evitar reconocer las taras endémicas de la cultura de México, sino también un teorema casi filosófico que nos exculpa ante el mundo y nos equipara con todas las razas y sociedades.

Pero como cualquier teorema –en rigor una verdad susceptible de ser comprobada– puede no ser cierto.

Días atrás, en el contexto de una crisis económica propiciada por la baja en los precios del petróleo, por la devaluación del peso mexicano en virtud a factores externos, y por el fracaso de las reformas promovidas por su gobierno, Enrique Peña Nieto devastó su propio teorema con una verdad incontrovertible: “Hay países peores que México”.

Ser mejor que lo peor conlleva, cuando menos, la admisión de mediocridad. Pero si además los peores no son muchos, la mediocridad luce como una tabla que flota en medio de un naufragio universal.

En tanto metáfora, el London Eye bien puede ser esa tabla de salvación. Situada en la ribera del Támesis, justo al otro lado del Big Ben y el Palacio de Westminster, sede del Parlamento del Reino Unido y en una de las zonas más turísticas de Londres, la gigantesca noria/mirador recibe diariamente a miles de visitantes de todas las nacionalidades –sean mejores o peores que la mexicana– y la única excepción que hace en su trato a cada una de ellos es la relativa a ahorrar tiempo o dinero.

“¿Quieres subir rápido? Bien, tendrás que pagar más por ello. ¿No tienes el dinero? Haz la fila y espera tu turno”. No todo el mundo lo entiende. Fui testigo de cómo un hombre mayor –no puedo precisar su nacionalidad pero sé que no era mexicano– saltó a la fila “fast-track” y celebró su hazaña. Infortunadamente para él, uno de los empleados lo vio y lo conminó a dirigirse a la fila larga. Pero si no lo hubiesen visto, más adelante habría sido detenido por un control anticorrupción: metros antes de la ascensión, una empleada revisa y escanea el control de barras de las entradas.

Como este hombre, decenas de personas intentan todos los días saltar las vallas, engañar a los empleados, colarse en la fila antes de uno. Los controles establecidos, empero, evitan cualquier intentona de confirmar a la corrupción como una virtud y no como un defecto.

Semanas atrás, el narcotraficante mexicano Joaquín Guzmán Loera, escapó de una prisión de máxima seguridad a través de un túnel de un kilómetro y medio de largo. Para conseguirlo, tuvo que haber empleado mucho dinero no sólo para sobornar a las autoridades y guardias de la prisión, sino también para la excavación del túnel mismo, el cual sin ser una obra maestra de la ingeniería, si lo es del ingenio de un criminal y sus huestes que desde siempre han hallado en la corrupción un área de oportunidad que, al menos en México, alcanza los niveles de la virtud.

Mientras la capsula en la que viajo se sitúa a la altura máxima del London Eye (135 metros), me pregunto si Joaquín Guzmán Loera habría podido burlar o corromper la seguridad para ascender a la noria, en el improbable caso de que dispusiese del dinero necesario para pagar el coste del ascenso rápido.

Excepto la vida eterna, no hay nada imposible. Y si Guzmán Loera ha conseguido introducir drogas a los Estados Unidos a través de túneles, submarinos, aviones o cualesquier otro método –amén de escaparse de una prisión de máxima seguridad–, me digo que es perfectamente posible que más tarde o más temprano logre burlar o corromper a alguien para saltar la valla y evadir los controles de seguridad.

Pero si algo prueba el London Eye, una simple atracción turística, es que los británicos han aprendido a “administrar la condición humana”, si por administrar se entiende establecer controles para evitar que cualquier ser humano de cualesquier nacionalidad del mundo burle el orden establecido.

Luego entonces, el presidente Enrique Peña Nieto tiene un punto: en la naturaleza humana existe la proclividad a corromper o ser corrompido, un defecto superado por muchas sociedades del mundo. Es sólo que, en el caso de México, un país mejor que otros peores, se trata de un atavismo, que no es otra cosa más que una tendencia a imitar o mantener formas de vida y costumbres arcaicas.

Un aforismo que se le atribuye a Friedrich Nietzsche asegura: “Engañar a los demás puede ser una virtud, pero engañarse a sí mismo es un defecto muy raro”.