Mi nuevo iPhone no sabe dónde vivo

Por ANDRÉS TAPIA

Lo primero que eché de menos fueron tres fotografías: dos de Emily Ratajkowski y una de Emma Watson: las había robado en tiempos recientes de sus páginas de Facebook y las incorporé a mi cuenta de Instagram. A las primeras las titulé “Simply Emily”; a la segunda, “Emma forever”. Un poco más tarde noté que habían desaparecido muchas más.

Faltaban las imágenes de mi apartamento, recogidas una tarde soleada y aterrenal en la Ciudad de México: un caleidoscopio improbable de luces y sombras proyectado en el Parquet, producto de la interacción del sol con las persianas, las sillas y la mesa de cristal del comedor, que parecía haber sido extraído de la novela más optimista de Jane Austen.

No fue lo único.

La correspondencia epistolar (vía WhatsApp) sostenida entre el 17 de julio y el 18 de octubre de este año desapareció. Lo que escribí en ese lapso dejó de existir. Lo que me respondieron se esfumó. Recuerdo había algunos “te quiero”, varios besos insignificantes, el reclamo de un amigo, ciertas citas postergadas y un poema de Elizabeth Bishop que compartí con Olga Graf y Andrea Ornelas: One Art.

Perdí también los boletos electrónicos de las últimas películas (no las recuerdo ni quiero recordarlas) un correo electrónico con la dirección equivocada, el último mensaje de mi madre en el que dice que me extraña y es muy probable que con todo eso se haya ido también mi concepto de la melancolía.

Cambiar de teléfono inteligente supone una mudanza y todo lo que eso implica: una nueva pared, un extraño que se volverá familiar al llamarlo vecino, un montón de revistas que amaste como un poseso, las fotografías del álbum de fotos desprendiéndose y perdiéndose, y la voz de Siri –alguna vez– recordándote siempre que sigues siendo el mismo.

Esa mudanza supone un luto, un tiempo de reflexión en el cual un emisario de la compañía telefónica te llamará para decirte: “Cortaremos su línea unas horas para hacer el cambio. Dispondrá de WhatsApp, Facebook, Twitter y el servicio de mensajería. Pero no podrá hacer ni recibir llamadas”.

Lo que no dice es que, en el traslado, durante la mudanza, perderás algunas fotos, ciertos diálogos, los registros certeros y precisos de una parte de tu historia –que no de tu vida–, que se volverán irrecuperables en tanto documentos, fechas, horas, minutos y segundos, pero –y esto es importante– al mismo tiempo producirán un escozor insoportable en tu memoria. La misma que cediste a un dispositivo portátil para facilitarte la vida –pero no la historia de tu vida–.

Después de algunos meses, mi iPhone 6 aprendió mis rutinas. “Veinticinco minutos al trabajo –hay tránsito pesado”, solía decir por las mañanas. Por las tardes, solía ser más complaciente: “Doce minutos a casa. En este momento hay tránsito normal”.

Más allá del tiempo y las condiciones del tráfico, comenzó a sorprenderme cuando descubrió que las mañanas de los sábados yo acudía al Tecnológico de Monterrey Campus Ciudad de México, y los jueves, a las 15:00 horas, a visitar a Olga Graf en un domicilio situado en el barrio de las Lomas de Chapultepec.

Cambié mi iPhone 6 por un iPhone 7, un androide portátil de capacidades insospechadas. Su capacidad de aprendizaje, empero, es la de cualquier robot o ser humano: tras dos semanas de uso aún no ha aprendido dónde vivo, dónde trabajo, a qué sitios me desplazo con regularidad y consecuentemente tampoco puede determinar el tiempo de traslado entre uno y otro sitio.

Las definiciones que de la palabra rutina ofrece el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española son las siguientes: 1. Costumbre o hábito adquirido de hacer las cosas por mera práctica y de manera más o menos automática. 2. Secuencia invariable de instrucciones que forma parte de un programa y se puede utilizar repetidamente.

Ni a mí ni a nadie le hace falta saber cuánto tiempo tomará desplazarse de un punto “A” a un punto “B”. Es sólo que tener una suerte de conciencia artificial que te aconseje, sugiera, engatuse, defina y acierte en torno a tus rutinas, supone una idea muy elevada en relación a la modernidad, y una idea muy arcaica –pero certera– en relación a la espiritualidad.

Mañana, pasado, dentro de una semana, un mes, mi nuevo iPhone determinará mis rutinas, lo predecible de las mismas y lo predecible de mi vida. Entretanto habré perdido algunas bagatelas que mi memoria no registró o no quiso registrar. Seré el mismo, pero al mismo tiempo habré cambiado.

Y no será mejor o peor sino simplemente distinto.

Las fotos perdidas, los diálogos desaparecidos, los boletos extraviados, hallarán al final un lugar en el cementerio de la memoria. Y será la memoria, y no un dispositivo, la que los invoque una o varias noches para realizar una suerte de exorcismo pagano (valga la tautología) que no devolverá a los demonios al averno.

Pero, mientras eso ocurre, mi nuevo iPhone aún no sabe dónde vivo.