Por ANDRÉS TAPIA
Los muertos están vivos.
Esa es la leyenda, el súper (en términos cinematográficos) que aparece al inicio de la película Spectre (Sam Mendes, 2015) protagonizada por el actor británico Daniel Craig.
La secuencia inicial, de poco más 12 minutos de duración, fue filmada en el Centro Histórico de la Ciudad de México y exhibe un desfile multicolor –que hasta el momento en que se filmó la cinta era inexistente– basado en las tradiciones mexicanas en torno al Día de los Muertos.
La narrativa visual, su coreografía, el diseño de arte y el vestuario, la incorporación de una persecución y una pelea en un helicóptero que despega y sobrevuela la Plaza de la Constitución, son espectaculares. El plano secuencia –hollywoodense, sin duda, pero no por ello intrascendental– se implanta en la memoria como si fuese la visión cercana de un cometa. En el inconsciente –o consciente– colectivo de México, supone un hierro al rojo vivo que marca la piel de un condenado a muerte.
El pasado 29 de octubre se celebró por primera vez en la Ciudad de México el Desfile del Día de los Muertos, el cual fue inspirado –qué duda cabe– en la secuencia inicial de Spectre, así como en el vestuario y la utilería empleados en la película.
Un debate previsible y ocioso se gestó a partir de tal celebración: ¿las tradiciones milenarias deben ceder su esencia al influjo de la modernidad, dejarse arrollar por el poder de una industria transcultural y hegemónica, someterse al status quo dominante, transformarse?
En un país que a más de 500 años de haber sido conquistado por aquellos hombres que partieron de Extremadura sigue lamiéndose la herida, la respuesta es no. En un país que quiere superar sus taras culturales e inmemoriales, la respuesta es sí. En un país improbable en el que esa dialéctica obliga a sus habitantes a encontrar un nuevo pensamiento, las preguntas tendrían que ser: ¿por qué suponemos que los muertos están vivos, por qué pensamos que no pueden morir, por qué nos disfrazamos de la muerte?
El Desfile del Día de los Muertos convocó a una multitud de decenas de miles que no sólo asistió a la contemplación de un espectáculo singular y hollywoodesco: también formó parte de él. En tanto se trató de un evento inédito, el entusiasmo que generó en los habitantes de la Ciudad de México (y de haberse celebrado a nivel nacional el ánimo habría sido el mismo) se tradujo no sólo en lo masivo de su afluencia, sino también en la negación de la individualidad en aras de una colectividad que halla en la personificación de la muerte un acto festivo.
En la Inglaterra victoriana, a los muertos se les colocaba un par de monedas en los párpados: en parte para que tuviesen los ojos cerrados; en parte para pagar a Caronte, el barquero, en alusión al personaje de la mitología griega que transportaba a las almas errantes al otro lado del río Aqueronte.
Los antiguos egipcios momificaban a los muertos para mantener su cuerpo en condiciones “vitales” y los sepultaban con una suerte de textos literarios a modo de instructivo para alcanzar el siguiente nivel de vida.
La tribu de los Dani, en la isla de Nueva Guinea, suele practicar un grotesco ritual funerario: los familiares de un muerto deben ser amputados de al menos un dedo para solidarizarse con el dolor de éste. Con los dedos de los parientes se forma un collar que se coloca en el cuello del cadáver previo a su sepultura. De esa manera, el fallecido se llevará consigo una parte de su familia que lo obligará a renunciar a la tentación de volver a buscarlos.
En México, un altar de muertos supone una ofrenda que se coloca el día 1 de noviembre y en la que se dispone, principalmente, de los objetos y la comida que solían ser los predilectos del fallecido. Ello con la finalidad de honrar su memoria, sí, pero también de hacerlo sentirse atraído nuevamente a la vida.
En ocasión de una entrevista que hice hace 19 años al escritor mexicano Carlos Fuentes, le dije: “Octavio Paz apuntó que erotismo y política siempre están presentes en la obra de Carlos Fuentes. Yo añadiría a la muerte”.
Fuentes respondió:
“Sí, por supuesto. Y yo me pregunto si la muerte está ausente de cualquier tradición literaria. Es un hecho, pero la diferencia mexicana, quizá, es que los mexicanos no distinguimos entre la vida y la muerte, sino que consideramos que todo es vida y la muerte es parte de la vida; éste es el énfasis mexicano del problema, pero que está presente en todas partes”.
Mientras conduzco a una fiesta de cumpleaños, a la celebración de vida de una mujer extraordinaria, otra mujer –una mujer mucho más joven– empuja un carromato doble: está maquillada como una calavera, con la gracia, el arte y la pasión de los artesanos y maquillistas de México: es la madre orgullosa e improbable de dos gemelos a los que conduce rumbo a un restaurante del centro de la Ciudad de México. Es la personificación de la muerte. Y es, a un mismo tiempo, la vida.
La mañana y la tarde del sábado 29 de octubre, miles de mexicanos negaron su vida para representar a la muerte, para celebrarla, para concederle un poder o para refrendárselo, en todo caso para adorar a ese espectro miserable, intangible y perverso que tiene clavados los pies en este país desde tiempos inmemoriales.
¿Dónde están los 43 estudiantes de la escuela normal de Ayotzinapa? Suponemos que están muertos, pero no tenemos sus cadáveres.
¿A quién pertenecen los restos de las decenas, los cientos, los miles de cadáveres que aparecen día a día en Morelos, Coahuila, Nuevo León, Chihuahua, Veracruz, Zacatecas, Michoacán, San Luis Potosí…? ¿Tienen nombre, tendrían, tendrán?
En la dialéctica zurda y absurda de un país que se disfraza de la muerte para celebrar la vida, la UNESCO ha reconocido a la celebración del Día de los Muertos en México como una de las festividades que forman parte del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Dicho de otro modo: nuestra idea de la muerte es una obra de arte. Una obra de arte que se nutre todos los días de muertos.
Hubo un tiempo en el que la patrona mística, espiritual y fantasiosa de México se llamaba Guadalupe, la Virgen del Tepeyac. Se creyó era la madre de Dios y la madre de todos los mexicanos. Su historia era cursi y artificial, producto de la labor más esmerada de esa agencia de relaciones públicas llamada Iglesia Católica, pero en contraposición a su insustancialidad al menos suponía un hálito de esperanza.
Guadalupe, madre de Juan Diego, murió hace tiempo. Y se transformó en la Santa Muerte.
La misma que celebran los narcotraficantes, los asesinos, los secuestradores, los ladrones. La misma a la que el sábado pasado le robamos el disfraz y nos hicimos pasar por ella para celebrar a nuestra manera –a nuestra muy absurda y retorcida manera– la vida.
Si los muertos están vivos y desfilan por las calles de la Ciudad de México, es posible que los vivos estén muertos y no se hayan enterado todavía.
En esta absurda y burda paradoja se fundamenta la mexicanidad.