Por ANDRÉS TAPIA
Hubo un tiempo en que existieron los buenos viejos tiempos. Un tiempo en el que los tiempos eran premeditados y bienvenidos, apacibles y solaces. Ingenuos, seguramente, pero buenos y simples. Y, si se piensa, quizá por ello felices. Tengo un recuerdo de esos buenos viejos tiempos.
¡Qué divertido, me encanta, me encanta! ¿La estamos pasando bien? ¡U-S-A, U-S-A!
Una mañana de invierno de 1975, mientras cursaba el segundo grado de educación primaria, la profesora Concepción –una mujer hermosa, rubicunda e inocentemente voluptuosa–, anunció a la clase que dentro de algunos meses organizaría un viaje a Disneyland.
Con siete años de edad, una memoria prodigiosa, las mejores notas del colegio y una infancia temprana patrocinada por las intenciones naïve de mis padres y Walt Disney, me imaginé merecedor de un viaje fantástico al génesis mismo de la fantasía. O de lo que yo suponía era la fantasía.
Poseer buenas calificaciones, inteligencia y la inocencia seductora y natural de la infancia –supe poco después–, no pagan billetes de avión, habitaciones de hotel y mucho menos la entrada al que alguna vez fue el parque de diversiones más famoso del Mundo.
Mis padres no podían pagar ese viaje.
Los golpearía hasta matarlos, ¿no? ¡En serio! ¡Sáquenlo! ¡Sáquenlo de aquí!
Me encerré en mi habitación y lloré como si la vida, el Mundo, como si todo se hubiese acabado. Luego, al día siguiente, la semana posterior, el mes subsecuente, olvidé todo y me dediqué a patear todas las tardes, ya sin furia de por medio, un balón de fútbol.
La hermana de mi madre, mi tía Graciela, había conseguido unos años antes un empleo en la Secretaría de Relaciones Exteriores. Y en tanto había estudiado la lengua italiana, fue enviada a alguna ciudad del antiguo imperio: Roma, Génova, Milán… no puedo recordarlo.
Graciela –mi tía Graciela– ahorró dinero durante algunos meses y un día anunció que pagaría el viaje a su sobrino caprichoso. No sólo a mí: mi madre y mis hermanos estaban incluidos.
Era 1978 o 1979 y en la radio se escuchaba, con la intensidad ominosa de una profecía, una canción popular cuya primera línea rezaba: “Salieron de San Isidro, procedentes de Tijuana…”
El avión nos condujo a la ciudad de Tijuana, de ahí cruzamos la frontera en autobús, y paramos en San Isidro para entregar los pasaportes y mostrar ese salvoconducto postmoderno llamado visa. Cuando un poco más tarde otro autobús nos conducía a la ciudad de San Diego, la mitad de los pasajeros cantábamos con ingenua alegría “Camelia la Texana”.
En los buenos viejos tiempos esto no sucedía porque los trataban duramente, muy duramente. Y cuando protestaban una vez, no lo volvían a hacer con tanta facilidad.
Disneyland fue para mí lo que habría sido para cualquier otro niño, en ese tiempo, un parque de diversiones: una experiencia decantada al amparo de las ilusiones más primigenias y simples, una confirmación de la inocencia –en consecuencia, negación de la malicia– y un último vistazo a un Mundo que con el paso del tiempo se volvería abominable e insoportable.
Una de las dos (¿tres?) noches que pasamos en Disneyland, fue anunciado el desfile en Main Street de los personajes que Walt Disney se robó de los cuentos clásicos de la vieja Europa, y que él transformó en seres felices, improbablemente trágicos, y en consecuencia inolvidables… para bien o para mal.
La noche había caído. Vi aproximarse un tren lleno de luces. Me aparté de mi madre y mis hermanos y con mi poca estatura y mucha agilidad, logré abrirme paso entre el bosque de piernas de adultos y los cientos de niños que habían conseguido mejores lugares para contemplar el espectáculo. Lo hice con el tiento sólo propio de la infancia, y también con la imprudencia que en consecuencia corresponde. Donald, Mickey, Blancanieves, Aurora… todos estaban ahí y yo tenía que verlos.
Alcancé la primera fila y sin querer le di un golpe a una mujer. Era blanca, no precisamente alta, lucía unos anteojos estrafalarios y un vestido simple pero no bonito. Supuse que no tenía más de 40 años. Eso creo recordar. O eso recuerdo.
Me gustaría golpearlo en la cara, se lo digo…
La mujer dijo algo. Y fue tan sutil que pareció un regaño. Pero fue tan suave que sé que no fue un regaño. Yo no pude entenderlo, pero de alguna manera extraña supe cómo responder: “No English”.
Aquella mujer sonrió. Y dijo:
“No English… It’s okey, kid, come here.
Amo los viejos tiempos. ¿Saben qué hacían con tipos así cuando estaban en un lugar como este? Se los llevaban en camilla, amigos. Sí, es verdad…
Me colocó delante suyo, puso sus manos sobre mis hombros, y acto seguido alborotó mi cabello. Esa noche, aquella mujer me concedió un asiento de primera fila en el desfile de Main Street. Y –es curioso– excepto aquel tren lleno de luces, no recuerdo absolutamente nada de aquel desfile. El recuerdo de aquella mujer, en cambio, me acompaña como una medalla de guerra hasta el día de hoy.
En los buenos viejos tiempos, lo arrancarían de ese asiento tan rápido…
El pasado miércoles 9 de noviembre, mi amiga Britt Peemoller, puertorriqueña y en consecuencia estadounidense, me escribió a propósito de la victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales de los Estados Unidos:
“Qué dura realidad la que nos toca enfrentar, querido Andrés… no lo puedo creer. Desde anoche, el sentido de náusea que me dio a las 9:00 p.m. cuando vi cómo iban los resultados… el pasar de las horas ha sido lo más triste que he vivido en mucho tiempo. Cuesta tanto pensar realmente quienes son esas personas… ¿cómo se puede educar a alguien así? ¡Es terrible! Luego están los que tienen un interés económico –¡y por no pagar más taxes!–, pero no podemos tratarlos con el mismo odio que Donald Trump predica. Y pienso cómo los demócratas se desconectaron de la realidad, y cómo los medios le dieron el air space para que tenga esta plataforma cada vez que abría la boca –leña al fuego. Y también programas como Honey Boo Boo… no todos somos así, y nos van a pintar a todos de ignorantes…”
En los buenos viejos tiempos las fuerzas policiales actuaban más rápido, mucho más rápido…
En los buenos viejos tiempos las corruptelas y mentiras de un presidente tan rupestre, provinciano y conservador como Richard Nixon, se pagaban con una humillación cósmica y aterrenal. En esos buenos viejos tiempos, también, la América (Estados Unidos dixit) blanca, racial y racista, estúpida y republicana, aprendió (o fingió) a moderarse.
Conocí a esa América. Y también la posterior. Y la posterior. Y la anterior y la actual. Y quizá la misma del pasado, del presente y del futuro.
La que no conozco –y no quiero conocer– es la América de ese payaso fascista, ignorante y pendenciero llamado Donald Trump. Un borracho de cantina barata, un macho alfa forjado al amparo de la previsible insatisfacción sexual de los estados confederados, de los analfabetos sempiternos que emigraron de Escocia para poblar 13 colonias, de los idiotas con sombrero, bigote y acento vulgarmente sureño.
Yo soy el candidato de la ley y el orden…
En los buenos viejos tiempos, una mujer estadounidense cobijó a un niño mexicano y lo puso delante suyo, en primera fila, para que contemplase el más estúpido e inocente de los desfiles.
Esos buenos viejos tiempos ya no existen.
(Las anotaciones en cursivas pertenecen a diversos discursos pronunciados por Donald Trump a lo largo de su campaña y fueron agrupados en una secuencia del documental 13th, de Ava DuVernay, que Netflix exhibe estos días).