Por ANDRÉS TAPIA // Fotografía: SHUTTERSTOCK
Desde su primer instante en la Tierra, el ser humano siempre quiso ver más allá. Siendo primate, descendió de los árboles para caminar en dos extremidades y erguirse, pero cuando dominó esta práctica subió de nuevo a los árboles para contemplar con mayor amplitud el horizonte. Ambicioso, temeroso y revolucionario, no le bastó la copa de un árbol y un día construyó una torre desde la que podría contemplar la llegada de los invasores y defenderse de sus ataques. Y acaso, en algún momento, las estrellas.
Esas torres primitivas de madera un día devinieron en piedra. Y en cada nuevo siglo se volvieron más fuertes y más altas. Era previsible: su concepción tenía a todas luces una función militar, pero llegado el momento también adquirió un significado religioso.
En el capítulo 11 versículo 4 del libro del Génesis, se lee: “Y dijeron: Vamos, edifiquémonos una ciudad y una torre, cuya cúspide llegue al cielo; y hagámonos un nombre por si fuéremos esparcidos sobre la faz de toda la Tierra”.
Esa torre tuvo un nombre, Babel, y según las leyendas judeocristianas pudo haber superado los 90 metros de altura, aunque es mucho más probable que tan sólo haya alcanzado 60, lo cual, dicho sea de paso, en el tiempo en que acaso se construyó representó un prodigio de la arquitectura y la voluntad.
En los árboles, en las torres de vigilancia, en esas edificaciones gigantescas y estéticas que se volverían religiosas, la especie humana también experimentó otro deseo, similar y emparentado con el de ver más allá. Las aves, esos resabios ridículos de los dinosaurios, podían hacer lo que hombres y mujeres no: volar.
En el mito de Dédalo e Ícaro –el primero arquitecto del Laberinto de Creta y el segundo su hijo–, ambos consiguen escapar de la isla de Creta y de la hegemonía del Rey Minos, mediante unas alas elaboradas con plumas de ave y cera. Ícaro, joven y rebelde, desoye el consejo de su padre de no volar alto, so riesgo de que el calor del sol derritiese la cera. El resto es historia conocida.
Construir algo que permitiese al hombre volar tomó mucho más tiempo que construir una torre de madera o de piedra.
En los primeros años de la era cristiana, Zughe Liang, un estratega militar chino, inventó la Linterna de Kong Ming (el artefacto precursor de lo que hoy se conoce ampliamente como globo de Cantoya); en el siglo VII, Abbás Irn Firnás, un científico de origen bereber nacido en la actual Andalucía, se dejó caer desde el minarete (en rigor el nombre que reciben las torres de las mezquitas musulmanas) de la Mezquita de Córdoba con una lona adosada a su espalda, casi como si fuera un paracaídas.
Fue Leonardo Da Vinci quien imaginó, en el siglo XV, una serie de artefactos que habrían de sentar las bases de lo que serían cinco siglos más tarde los aviones y los helicópteros, pero su mente brillante y febril no se correspondía con las limitaciones de su tiempo.
Si al final fueron los Hermanos Wright, si fue Alberto Santos Dumont, si algo tuvieron que ver que los Hermanos Montgolfier o algún otro entusiasta émulo de Dédalo e Ícaro, no es relevante. Elevar el vuelo, ascender y ver más allá –como un ave, un vigía, un prisionero solitario o como Dios– era el deseo primitivo y eterno de los seres humanos, a quienes alguna vez el etólogo británico Desmond Morris definió a contrasentido: “No somos ángeles caídos, somos simios ascendiendo”.
La evolución de la ciencia y la tecnología es un trayecto lento y doloroso que, sin embargo, en la segunda mitad del siglo XX y los primeros años del XXI ha sido tan vertiginosa como un cáncer terminal. Las cámaras de un avión espía estadounidense descubren la instalación de misiles de medio alcance en la isla de Cuba. Es un momento climático de la Guerra Fría y el Mundo se halla al borde del exterminio. La crisis, por fortuna, se supera.
Es 1962, y por muy potentes que hayan sido las cámaras del avión U2, eran absolutamente rupestres comparadas con las que existen hoy en día. Aun así, la evidencia era contundente: la URSS amenazó con un ataque nuclear a Estados Unidos.
Cincuenta y cinco años más tarde, los aviones espía se han vuelto más pequeños, indetectables a los radares y disponen de cámaras no sólo de fotografía, también de video, que ofrecen imágenes en alta definición y en tiempo real. Mejor incluso: no están tripulados en tanto son controlados de manera remota por un grupo pilotos en mangas de camisa que se hallan a resguardo en una base secreta de la Fuerza Aérea de Estados Unidos en el desierto de Nevada.
Esos nuevos aviones reciben el nombre de Vehículos Aéreos No Tripulados (Unmanned Aerial Vehicle, por su nomenclatura en inglés), si bien coloquialmente se les conoce como drones, y suponen la consecución de uno de los más antiguos anhelos del ser humano: observar desde una posición privilegiada, observar sin ser visto, observar desde lo alto y (casi) volar. El Big Brother de George Orwell, pero con alas, es decir –y la tautología es válida–: eternamente presente.
Habitantes de un mundo en el que hasta hace 12 años los televisores eran cajas voluminosas y grotescas, y en el que hoy sus pantallas alcanzan un grosor de apenas un centímetro, no debería sorprendernos la existencia de ojos en el cielo. Y ciertamente no lo hace. Ocupados como estamos mirando la pantalla mínima de nuestros dispositivos de 13.8 por 6.7 centímetros, somos incapaces de advertir que el cielo también nos pertenece. Y que deberíamos mirar de cuando en cuando a ese sitio infinito.
Quienes sí miran y reclaman al cielo como una posesión, son los gobiernos del planeta, quienes conscientes de los riesgos del evangelio que predican, han comenzado a evitar su propagación. La legislación en torno a la posesión y a la operación de drones, así sea para uso lúdico y recreativo, avanza mucho más rápido que la iniciativa de Donald Trump de construir un muro entre la frontera de Estados Unidos y México.
Un drone, ciertamente, puede ser utilizado para espiar a las personas. Y eso, en un Mundo en el que uno hace las veces de Dios, no puede permitirse.
Un árbol es inmóvil. Una torre, por más alta que sea, es inmóvil. Un hombre puede saltar de árbol en árbol, puede trasladarse de torre en torre. Pero eso toma tiempo.
Está de más decir que desde hace años una doble moral, una hipocresía aplastante, un cinismo anacrónico gobierna al Mundo. Pero el derecho de ascender a un árbol, de querer mirar más allá, de volar, asiste a cualquiera que pueda tenerlo, incluso a un ser tan limitado como Ícaro.
Los drones de juguete serán derribados mañana con la fuerza aplastante de un sátrapa inseguro.
Los drones del imperio filmarán nuestras lágrimas cuando aquellos caigan, destruidos, en el asfalto.