Roma: el blanco y negro de un país llamado México

Por ANDRÉS TAPIA

No es mi historia. Sin embargo, se parece. No al modo de la exactitud, acaso tan sólo de la coincidencia, y en cualquier caso de manera circunstancial. Pero se parece, se parece mucho.

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Cogí mi bicicleta y me dirigí al Centro de la Ciudad de México. Necesitaba una bombilla singular que sólo puede conseguirse en una zona aledaña al Barrio Chino, un lugar eternamente repleto de transeúntes, basura, ruido y delincuencia. Aun así, por alguna extraña razón, ese sitio siempre ha sido fascinante. Lo fue para el niño y adolescente que fui; lo es todavía para el adulto que soy.

Encadené mi bicicleta a un anuncio designal y una mujer entrada en años me advirtió que la tierra de la jardinera sobre la cual se hallaba plantado estaba floja; lo moví y me di cuenta que tenía razón. Con algo de malicia y muy poco esfuerzo, alguien podría desenterrar el anuncio y robarla. Dudé un instante, pero al final me desplacé a otro sitio.

Me movía con la naturalidad del explorador que conoce un sitio de memoria, pero también con el temor de un forastero que llega a un pueblo extraño por primera vez. Sin decirlo de manera expresa, aquella mujer me había advertido que aquella era una trampa elaborada para robar bicicletas. No es un secreto: la mala hierba y las rosas suelen crecer a centímetros de distancia. En México eso ocurre a milímetros.

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La mañana de ese día había visto Roma, la última película del cineasta Alfonso Cuarón, una cinta filmada en blanco y negro, los auténticos colores de México. Digo esto en contrapunto a los plausibles, histéricos e inútiles intentos de una nación por pintar a su cultura, historia y deseos a partir, acaso, de la paleta de colores de la que dispuso en su momento Jackson Pollock: felices, opuestos y pretenciosos a su pasado, realidad y destino.

No pensaba en Roma mientras caminaba en dirección al Eje Central, pero repentinamente en mi imaginación, no sé si en mi memoria, me descubrí caminando de la mano de mi padre por esas mismas calles que en 50 años no habían cambiado en lo absoluto. Ruido, música. Personas, delincuentes. Aromas, hedores. Pasado, presente. Presente, futuro. Futuro, pasado.

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Él y yo –mi padre y yo–, mis hermanos y mi madre, avanzamos hacia una lonchería, un restaurante popular, llamada La Rambla cuya especialidad son las tortas de pavo.

Somos cuatro hijos, como en la película de Cuarón, cuatro pillastres con personalidades distintas. Pero mi padre no es un doctor, como el padre de Cuarón, ni mi madre una química, como la madre de Cuarón. Somos felices, sin embargo, los seis juntos y cada uno por sí mismo… al menos por un tiempo.

Un día mi padre se irá, como el padre de Cuarón, y mi madre tendrá que aprender a trabajar, como la madre de Cuarón.

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En la intersección del Eje Central con la calle de Victoria, tropiezo con un plano secuencia, filmado en blanco y negro, que persigue a dos mujeres que corren por una calle transitada, repleta de ruido, gente, siluetas, humo, música y fantasmas, que veloz y pausadamente dejan atrás una panadería, una reparadora de calzado, una miscelánea y una ferretería, y al fin se detienen en un restaurante popular, en realidad una lonchería, llamada La Casa del Pavo.

Ahí, en la película de Cuarón, Cleo y Adela –la parte femenina de la servidumbre de una familia formada por un padre que habrá de marcharse, una mujer abnegada y vacilante, cuatro hijos que sólo saben ser niños y jugar, y una abuela melancólica e indiferente–, conversan acerca de las miserables trampas que los hombres tienden para seducir a las mujeres. Charla de mujeres, aderezada con tortas de pavo y coca-colas, que es interrumpida por los modos sutiles –si tal cosa es posible– de dos patanes: uno con pinta de delincuente, y al final no lo es; otro con el atuendo de la decencia, que en realidad es un disfraz.

Compro la bombilla, enciendo un cigarrillo, me ilusiona la idea de volver a La Rambla, la lonchería en la que mi padre, mi madre, mis hermanos y yo fuimos felices siempre… o al menos durante algún tiempo. Consomé, tortas de pavo, quesadillas de jamón, manchego, mole poblano y guacamole… Estoy en eso cuando un hombre se planta delante mío, parece tener intención de cruzar la calle, pero no la cruza. Me observa de reojo, mira mi bicicleta, pero los suyos no son los ojos del ladrón, sino del halcón: “Vete de aquí. Tú ya no perteneces a este sitio”. Se parece mucho al hombre que embaraza a Cleo, la protagonista de Roma, la película de Cuarón. Desencadeno mi bicicleta y de reojo le observo: en la parte trasera de su cintura, bajo su camiseta, sobresale una pistola.

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El primer plano secuencia de Roma exhibe las baldosas de un patio que Cleo limpia, con agua y jabón, todos los días. Borras, el perro de la familia –un nombre estúpido y vulgar y mexicano, muy adecuado para un mexicano, pero no precisamente para un perro– se encarga de llenarlo de mierda todos los días. Y todos los días, por la mañana, Cleo se deshace y limpia esa mierda que parece infinita. Parece una metáfora. No lo es.

Otro plano secuencia, uno intermedio, exhibe a Cleo buscando a Fermín, el hombre que la embarazó, en algo que parece un pantano… ¡pero no es un pantano! Es una ciudad perdida en la que Dios parece haber vomitado y en la que hay más mierda que en el patio de la casa que Cleo limpia todos los días. Es totalmente repulsivo: lodo, mierda, lodo, mierda, lodo, mierda… Y, en medio de todo eso, gente que parece haberse adaptado a vivir de ese modo.

En la película de Cuarón ese sitio es Ciudad Neza. En la metáfora de su excelsa y egregia ironía es, simplemente, México.

Imagino que esa parte, y algunas otras partes, quizá tantas que forman un todo, o simplemente el todo del todo, no cayeron bien en el inconsciente colectivo de una sociedad amaestrada por sí misma a suponerse la quintaesencia de la humanidad. Fue eso o su falta de sensibilidad, inteligencia y cultura. O quizá, tal vez, el haberse visto reflejados en una historia que no es su historia y sin embargo se parece mucho. Mucho.

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Regresé a casa sin haber ido a comer a La Rambla. Llevo dos días fustigándome por ello.

Ignoro si Roma de Alfonso Cuarón es una obra arte y si, en consecuencia, es la mejor película mexicana que se ha filmado jamás. Estoy cierto, sin embargo, que México, su idiosincrasia, sus muchas taras y rencores, han sido exhibidos con una belleza extraordinaria, como nunca, en ella.

Es así porque la de México es una historia en blanco y negro.

Es decir, un retrato.