Por ANDRÉS TAPIA
Lo pienso una y otra vez. Regreso en el tiempo, en mi vida, tanto como puedo, y trato de hallar el momento primigenio en que mi imaginación quedó marcada de una forma oscura y fantástica… para bien y para mal.
Siendo muy niño (¿a qué edad se es muy niño?), mi padre, mi madrina, me obsequiaron distintas ediciones del compendio Narraciones extraordinarias de Edgar Allan Poe, un libro que constituye una puerta de entrada a una de las más egregias manifestaciones de la literatura, así esa puerta sea la del infierno. Escritor y poeta maldito, tan sólo por endilgarle los adjetivos y lugares más comunes, Poe se convirtió en mi Virgilio y me condujo por los círculos de un averno mucho más real que el concebido por Dante. Ahí, en los recovecos de una mente atribulada por circunstancias que no se correspondían con las expectativas de su vida, descubrí emociones que no por insanas resultaban ajenas e insustanciales a la naturaleza humana.
Cualquier devoto de Poe hablaría de la trilogía del Chevalier Auguste Dupin, esa piedra filosofal sobre la cual se erigieron el Sherlock Holmes de sir Arthur Conan Doyle, el Hercule Poirot de Agatha Christie y la etcétera interminable de detectives literarios que a la postre terminaron constituyendo un subgénero de la literatura. No, no fui inmune al talento de Dupin, a su pensamiento analítico y disruptor: “Los crímenes de la Rue Morgue”, “El misterio de Marie Rogêt” y “La carta robada” forman parte del bagaje literario que cargo sobre mi espalda hasta el día de hoy.
Debo decir, sin embargo, que existe un cuento mucho más perturbador, al menos para mi espíritu, que corrompió mi imaginación y me dejó entrever, a una edad muy temprana, el fin de la inocencia. Me refiero a “El tonel de Amontillado”, un relato que versa en torno a la venganza que perpetra un hombre de apellido Montresor en contra de un personaje llamado Fortunato.
Fortunato, hombre diletante que se precia de distinguir el vino bueno del malo, cede a una invitación para visitar las catacumbas de un palacio en el que ha sido resguardada una dotación de Amontillado, tan sólo para verse encadenado y emparedado por causa de una ofensa antigua que cometió en detrimento de Montresor. Nemo me impunne lacessit (Nadie me ofende impunemente), dice el vengador a su víctima antes de abandonarlo detrás una pared que sella con mortero.
La historia de Montresor y Fortunato no es propia ni exactamente mi historia, pero sí la de la nación en la que nací y vivo, un lugar en el que mucha gente se vanagloria de pertenecer al mejor país que existe sobre la Tierra y en el que, diariamente, tienen lugar decenas de atroces asesinatos que ni de cerca ni de lejos están emparentados con la poesía que rodea a la muerte de Fortunato, el bufón, a manos del vengador Montresor.
Decapitaciones, mutilaciones, torturas, burlas infames que tienen lugar mientras los brazos, cabezas, piernas, pies y manos de una persona se desprenden de cuerpos que no sangran tan profusamente como nos lo ha hecho creer Hollywood. Y es así porque la muerte que se espera y a la cual las víctimas se resignan, es diferente a la que acontece de manera fortuita.
Todo eso no está en mi imaginación, tampoco en la de Poe, que siempre tuvo la prestancia de sugerir las escenas más aberrantes de su literatura de una forma sutil y que, más allá de su espíritu mórbido y enfermo, no cedió jamás a los excesos de una violencia explícita. Está, sí, en Internet. En una página creada, que tiene ramificaciones, y en la que puede contemplarse una parte de la naturaleza de una parte de las personas que han nacido en México.
Lo que sí está en mi imaginación –y es una idea pueril y naïve– es un concepto romántico de la venganza, de esa emoción primigenia que confunde el concepto de justicia con la posibilidad de llevarlo a cabo por mano propia.
Un día, una noche en realidad, asistes al cine, al teatro, a una función de entretenimiento público y al salir del recinto en que has contemplado esa idea, un vulgar ladrón asesina a tus padres delante tuyo. Sobrevivirás. Y si las circunstancias que rodean tu vida te son afines y generosas, querrás, acaso, emular a Montresor y deshacerte, eliminar, asesinar a ese bufón llamado Fortunato que sin ninguna razón aparente irrumpió en tu vida tan sólo para hacerla miserable.
Si te llamas Bruce Wayne y tus padres son millonarios, es posible que dediques el resto de tu vida a impedir que otros Fortunatos transgredan las normas básicas de convivencia en una sociedad, así sea a costa de emplear métodos que no todo el mundo verá con buenos ojos. Pero si marcas un límite, si te impides a ti mismo atravesar una línea que marcará una diferencia entre aquellos que te hicieron daño y lo que puedas retribuirle a ellos, acaso podrás vivir el resto de tu vida sin lamentarlo.
Es sólo que si te llamas nadie y eres nadie y crees que te mereces algo por ser nadie y naciste en México, es muy probable que acabes decapitando y mutilando personas cuyas muertes filmarás y exhibirás en Internet para hacerle creer a muchos que eres alguien. Y en realidad ni siquiera eres nadie: eres nada.
Una noche de hace mucho tiempo, a partir de un arrebato de juventud y de mis taras mentales e infantiles, imaginé que Batman, el superhéroe de los cómics, se postraba sobre uno de los dos campanarios de la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México. Le dije a un amigo: “Imagina: llueve, es una noche triste, y Batman está ahí, en la cúpula de un campanario observando a la Ciudad de México y sus miserias, a sus criminales, a los que son condescendientes con ellos, y a los que no les importa nada”.
El próximo sábado 21 de septiembre tendrá lugar un acto de marketing a nivel mundial. En 11 ciudades del mundo se escenificará un ritual relacionado con la narrativa de Batman, el hombre murciélago: la batiseñal, una proyección de un reflector luminoso cuya finalidad es pedir la ayuda del vengador, será encendida a modo de homenaje a un personaje de ficción que representa la posibilidad de justicia en un mundo terriblemente injusto. Batman, por supuesto, no acudirá.
En mi imaginación, no sé si en mi memoria, quisiera verle parapetado en uno de los dos campanarios de la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México, húmedo de una lluvia de septiembre que seguramente caerá, avizorando no sólo la injusticia que campea en este país, sino la indiferencia y los mecanismos abyectos, absurdos y retrógradas de sus habitantes para fingir que no pasa nada, que éste es el mejor país del Mundo.
No lo es. Nunca lo ha sido. Y –con Batman o sin él– nunca lo será.