Por ANDRÉS TAPIA // Fotografía: EVENING STANDARD
Hace algunos años, el etólogo, zoólogo y pintor surrealista británico Desmond Morris, uno de los últimos de esta corriente artística que permanecen vivos, durante una conversación telefónica, a pregunta expresa en relación a la supervivencia de la raza humana, me respondió que estaba seguro que sobreviviríamos como especie –si bien en detrimento de otras–, pero que sospechaba que enfrentaríamos severas pérdidas y que éstas estarían relacionadas con el surgimiento de enfermedades que tomarían por sorpresa a los científicos.
Morris es el autor de un libro que marcó a una generación y que la trascendió, pese a que su obra ha dejado de ser un referente para los Millennials y las hordas tecnologizadas que los suceden, sea ya porque leer es un tradición antiquísima que ha caído en desuso, o bien porque los “pensamientos” que hoy valen la pena se han reducido a 280 caracteres y su forma de circulación es, paradójicamente, la viralización de los mismos a través de Twitter o alguna otra red social en boga.
La obra de cuestión lleva por título El mono desnudo (1967) y es un ensayo en el que Morris aborda las cualidades y hábitos animales que aún campean en la especie humana, y los compara con aquellos que forman parte del comportamiento de los homínidos. Pese al advenimiento de la Era de Internet y a la consecuente desacralización de las disciplinas sociales en tanto ciencias, el año 2011 la revista Time ubicó al libro de Morris entre los 100 mejores, o más influyentes, textos de no ficción escritos en idioma inglés a partir del año 1923.
Aquella entrevista con Morris tuvo lugar el año 2000, un par años antes de que surgiera un brote del Síndrome Respiratorio Agudo Grave (SARS, por sus siglas en inglés) en Hong Kong y China, y se cobrara la vida de cerca de 700 personas de entre las más de 8,000 que resultaron infectadas. Tan sólo una advertencia a nivel local de lo que ocurriría a nivel mundial el año 2010, cuando cerca de 203,000 personas murieron por causa del virus de la influenza.
Los efectos del brote del coronavirus en Wuhan, China, en días recientes, aún están lejos de cifras tan contundentes y dramáticas, pero continúan en aumento y el último conteo, registrado el 5 de febrero, refiere alrededor de 24,000 personas contagiadas y 492 muertos. Por infortunado que sea, es previsible que esto números se incrementen en los días subsecuentes.
Pese a la cuarentena establecida por el gobierno de China, el coronavirus de Wuhan ha logrado romper el cerco y se ha extendido a 28 países de cuatro continentes, con la excepción de África que hasta el momento no presenta caso alguno.
La expresión “aldea global” acuñada por Marshall McLuhan en los primeros años de la década de 1960, hoy parecería un término arcaico o cuando menos fuera de contexto. Sin embargo, su vigencia y relevancia en cualesquier circunstancia está fuera de discusión a la luz de los acontecimientos recientes. Pero no sólo es el brote del coronavirus lo que mantiene al Mundo en vilo, sino también el metafórico que alude a un miedo colectivo.
Más allá del hecho incontrovertible de que frente a una situación como ésta las medidas de prevención más exageradas parecen mínimas, el que miles de personas que en estos momentos se desplazan por el mundo lleven puestas mascarillas protectoras, sean éstas simples o sofisticadas, no sólo revitaliza el concepto ideado por McLuhan, sino también vuelve a vigente a Morris, que si bien nunca dejó de serlo, durante las últimas dos décadas fue abandonado en un desván como si se tratase de uno de esos objetos que a los ojos de sus dueños han perdido utilidad y, sin embargo, acaso por razones nostálgicas, deshacerse de ellos resulta impensable.
Así como el terrorismo se volvió transportable y halló su punto más álgido de viralización el 11 de septiembre de 2001, el miedo a morir por causa de un microrganismo forma parte ya del inconsciente colectivo de la humanidad, y amén de trascender fronteras y razas, ha hecho evidentes aquellas cosas que los seres humanos tenemos en común.
Cubierta la parte baja del rostro por una mascarilla quirúrgica común, una joven de origen asiático espera al tren subterráneo en la estación de Heathrow del Tube londinense, y su imagen se corresponde con la de una mujer de aspecto occidental que porta una sofisticada mascarilla que la hace parecer una ninja postmoderna. La escena, que parece extraída de un filme de ciencia ficción –nunca más erróneamente dicho–, se repite en la Ciudad de México, en Madrid, en Nueva York o en cualquier otra gran ciudad del planeta.
Los riesgos de la aldea global siempre estuvieron presentes, pero en los años de la Guerra Fría estaban representados por la aniquilación total de la humanidad a través de una conflagración atómica. El advenimiento de la Era de Internet nos vinculó aun más al punto de deshumanizarnos y hacernos mirar al Mundo a través de la pantalla mínima de una computadora o la más diminuta de un teléfono inteligente.
La amenaza de una pandemia nos hace cubrirnos el rostro y nos muestra, como nunca antes, en un estado de indefensión que al mismo tiempo nos vuelve comunes. Dudo mucho que las generaciones actuales conozcan a Desmond Morris y hayan leído El mono desnudo, pero en desdén de lo que afirmo me parece un momento extraordinariamente oportuno para revisitarlo y hacerlo tanto o más viral que un tweet de Donald Trump.
Morris, que en la actualidad tiene 92 años, no es un profeta, un loco o un influencer en busca de seguidores y adeptos, sino un hombre de ciencia que dedicó buena parte de su vida a estudiar el comportamiento del homo sapiens como si éste fuese un homínido, no la culminación de un proceso evolutivo. Un aforismo suyo describe la concepción que tiene de la especie humana y la condición de ésta: “No somos ángeles caídos, sino simios ascendiendo”.
La imagen de dos chicas, una oriental y una occidental, que cubren la mitad de sus rostros con mascarillas mientras aguardan la llegada del tren en la estación de Heathrow, en Londres, es una pintura inédita de Banksy que un día aparecerá en el muro del callejón de una gran capital. Una idea de la fragilidad que, pese a todos los signos ominosos que enfrenta la humanidad, la soberbia que nos caracteriza no alcanza a dimensionar del todo.
El concepto inacabado y fantasioso de la muerte colectiva. Una circunstancia que no acabará con la raza humana, pero que, acaso, la postre de rodillas.