El país del horror

Por ANDRÉS TAPIA / Imagen: DISNEY-PIXAR

Una amiga me envía un mensaje para felicitarme por mi cumpleaños, piensa que aún estoy de viaje y escribe: “Ojalá que estés lejos festejando. Ojalá que no tuvieras que regresar al país del horror. Te dejo un abrazo”. El país del horror es México, mi país, en el que nací, en el que nació ella, y en el que nació la mayor parte de las personas que importan en mi vida.

No es ésta la primera vez que escribo del país del horror, y probablemente tampoco sea la última aunque, en los últimos tiempos, me haya resistido a detallar los pormenores de una degradación social y cultural que ha alcanzado niveles para los que el adjetivo más contundente y certero resulta apenas un eufemismo.

El asesinato atroz de una mujer ocurrido en días recientes, provocó una convulsión en la conciencia colectiva de la sociedad mexicana. Una reacción lógica, por supuesto, pero que en cierto sentido se parece a la que enfrentaría un adicto a la droga más potente: tras un proceso de euforia o desvarío, de exanimación o inconsciencia, el sujeto en cuestión recupera el control de sus sentidos mientras en paralelo su umbral de tolerancia a los narcóticos ha crecido.

El horror supera al horror en sentido estricto, pero paradójicamente el siguiente evento, aunque en los hechos sea mucho más grotesco, ya no tiene el mismo efecto ni produce la misma conmoción.

Hace unos meses, tres mujeres adultas y seis niños pertenecientes a una familia mormona, fueron emboscados y asesinados en el estado de Sonora, ubicado en la frontera con Estados Unidos. Siete niños más, algunos de ellos neonatos, sobrevivieron al ataque perpetrado por una organización criminal que se presume está ligada a los cárteles del narcotráfico. ¿Qué obliga, cuál es el propósito, qué mensaje hay detrás de la masacre de un grupo de seres humanos inofensivos e indefensos?

Reviso la historia y quisiera decir que ese ataque fue perpetrado por un comando de las SS de Heinrich Himmler, por una patrulla serbia en otro momento de la historia en las Guerras Yugoslavas, o por el régimen de los Jemeres Rojos a los que encabezaba Pol Pot. No es así, por supuesto, y la búsqueda de un asidero histórico para tratar de explicar el horror, es tan sólo un artilugio de mi mente para evadir la realidad.

Los perpetradores de esa matanza, al igual que el asesino de la mujer a la que he mencionado, detentan la misma nacionalidad, “la condición y carácter peculiar de los pueblos y habitantes de una nación” de acuerdo al diccionario de la Real Academia Española, lo cual implica que poseen en común una serie de códigos, tradiciones y costumbres afines. En tanto yo nací en el mismo país que ellos, estoy vinculado, de alguna forma y contra mi voluntad, con tales individuos.

Infortunadamente, no son los primeros ni los últimos protagonistas de hechos abominables, no se trata de casos aislados ni tampoco de acontecimientos inexplicables en tanto en México existe desde hace tiempo una proclividad hacia el horror que en algún momento tendría que ser objeto de estudio. Y si bien históricamente se puede hallar un punto de inflexión que tiene que ver con la declaración de guerra por parte del estado mexicano a los cárteles del narcotráfico, hecho que ocurrió en diciembre del año 2006, también lo es que las disputas territoriales entre estos fueron el caldo de cultivo de una escalada de violencia que, sólo por momentos, ha menguado de manera significativa.

Pero lo anterior sólo explica los conflictos relacionados con el crimen organizado, la fabricación y distribución de drogas, y el control de determinados territorios para traficar y transportar drogas. Los actos demenciales, empero, que son obra de individuos como el asesino de Ingrid Escamilla, son referentes también del incremento de la crueldad, de la pérdida de los valores mínimos y de una disociación absoluta de los fundamentos del bien y el mal.

El inicio de la escalada de violencia en México no sólo está marcado por un acto político, también coincide con la puesta en marcha de la plataforma de videos conocida como YouTube, el sitio de Internet al que, en un principio, cualquier persona podría acceder para cargar contenidos. En tanto en los primeros años carecía de filtros y una regulación mínima, era posible subir videos con cualquier tipo de contenidos.

En consecuencia, los cárteles del narcotráfico lo utilizaron como un canal propagandístico para mostrar interrogatorios, asesinatos y ejecuciones. Cuando al fin se instrumentaron los controles necesarios para impedir la publicación de tales videos, surgieron plataformas especializadas que dieron publicidad a dichos contenidos. El horror se convirtió en un espectáculo dispuesto para todos aquellos que tuvieran el estómago lo suficientemente curtido. Pero, más allá de eso, comenzó a normalizarse, a ser parte, de un modo u otro, de una sociedad que desde tiempos inmemoriales mantiene un vínculo muy extraño con la muerte.

Las convulsiones sociales que tienen lugar tras conocerse un nuevo acto de criminalidad extrema, son aún el vínculo con el concepto de humanidad que debería existir en cualquier sociedad, pero, ya se ha dicho, son tan sólo la reacción lógica a un agente externo sobre el cual se ha desarrollado una tolerancia significativa.

El horror deja de sorprender en su justa dimensión, y si bien no se convierte en una moneda de curso legal, es posible comerciar con él en los mercados negros. En contrapartida las reacciones son virulentas, histéricas y desproporcionadas: se clama por venganza dejando de lado la justicia, y poco a poco, sin darnos cuenta, nos acercamos a esa frontera que convierte a los seres humanos en monstruos.

Compartimos con esos seres abominables una nacionalidad, unas tradiciones y costumbres, por más que seamos diferentes a ellos. En tales circunstancias, no sería válido preguntarse ¿cómo, por qué y de qué manera surgieron tales monstruos y convirtieron a éste en el país del horror? Porque el asunto va más allá de vivir en una cultura patriarcal y machista en el que se menosprecia, violenta y asesina a las mujeres, en un estado en el que existe un estado alterno controlado por el crimen organizado, en un estado que durante décadas normalizó a la corrupción y a la impunidad a niveles inéditos.

No somos tan singulares en el mundo porque tales fenómenos existen en otros países, pero el nivel de atrocidad que hemos alcanzado como sociedad que engendra a tales monstruos, peligrosa y alarmantemente nos está separando ya no sólo del mundo, sino de la humanidad.

No soy yo quien esta vez ha nombrado al país del horror. Alguien más lo ha hecho por mí y me ha dicho la cosa más cierta y más triste que he escuchado en mi vida: “Ojalá que no tuvieras que regresar al país del horror”.