Por ANDRÉS TAPIA
En otro tiempo, cuando los primeros navegantes de la historia decidieron hacerse a la mar en barcas primitivas que apenas ostentaban una vela y dependían del viento para moverse, excepto la posición del sol, la luna y las estrellas, aquellos aventureros nada más tenían para orientarse. La luz de esos objetos celestes, una idea incomprensible y lejana, representaba una suerte de sendero por el que transitar parecía algo seguro.
Levantar la cabeza y mirar al cielo era entonces algo habitual, tanto como lo es hoy bajarla para enfocar con los ojos la pantalla de un teléfono inteligente. El universo, si se piensa, ha cambiado de sitio.
Hace 66 millones de años, un asteroide o un meteorito de gran tamaño cayó en un punto situado al noroeste de la Península de Yucatán, un territorio que hoy pertenece a México, creando un cráter que hoy se conoce como Cráter de Chicxulub en tanto se localiza en las inmediaciones de un pueblo que tiene ese nombre.
El cráter tiene un diámetro aproximado de 180 kilómetros y la depresión que causó alcanza una profundidad de entre 20 y 30. El cuerpo celeste que la originó tenía, tal vez, entre 12 y 14 kilómetros de anchura y fue el causante de que alrededor de 75% de los seres vivos que entonces habitaban la Tierra se extinguieran. Ese porcentaje incluye a los dinosaurios, los lagartos terribles que la excitada y febril imaginación de Michael Crichton resucitó en la novela de ciencia ficción Jurassic Park y que Steven Spielberg llevó a la pantalla sin rememorar, en modo alguno, la noche más triste y más larga del planeta.
La noche de ayer, 18 de febrero de 2020, un objeto luminoso se precipitó sobre un punto no determinado del espacio aéreo de la región central de México. A una distancia imposible de determinar pero que fue captada por algunas cámaras de CCTV y los teléfonos móviles de algunas personas que quién sabe por qué misteriosa razón los tenían apuntados hacia el firmamento y activos en ese momento, el objeto que despedía una cauda destelló como si hubiese explotado y, al poco tiempo de eso, su luz se extinguió para siempre.
Como hasta el momento no existe registro de impacto alguno en ninguna región de México, puede afirmarse casi con certeza que el objeto es cuestión no fue un meteorito, mucho menos un asteroide, sino un cuerpo celeste conocido como bólido: un meteoro excepcionalmente brillante que explota al ingresar a la llamada atmósfera alta de la Tierra y se desintegra.
Mientras miro en la pantalla de un iPhone Xs el universo alterno que un hombre llamado Steve Jobs creó con el objetivo de que cualquier persona pudiese experimentar la sensación de estar unida con todos los habitantes de la Tierra, me pregunto por las razones –si es que es posible llamarlas razones– que existen –si existen– detrás del asesinato de una niña de siete años de edad.
Es algo desordenado, y siniestro, que trepa por las pantorrillas como una cucaracha silente que ambiciona entrometerse en algún orificio del cuerpo, sea cual sea éste y tenga el diámetro que tenga. Violentada, como si se tratase del más abominable de los enemigos, una mujer que en el futuro acaso podría haber dado vida a otra mujer, deja de existir como si fuera el último fragmento existente de esa explosión llamada Big Bang que dio origen al Universo y también a la vida.
Detrás de eso no hay nada. O parece no haber nada. Pero lo hay.
Una niña llamada Fátima en un país llamado México, espera en la puerta del colegio a su madre. El tiempo es una constante universal y, en consecuencia, es inalterable. Transcurren 15, 20 minutos y la mujer no aparece. Pero aparece otra mujer, una mujer en cierto sentido familiar, que toma de la mano a la niña que no se convertirá en mujer y se la lleva por ahí, por las calles conocidas, y familiares, a un sitio del que no volverá.
Lo que ocurre ahí no puede adjetivarse. Ni siquiera la imaginación más excitada, febril y perversa se atreve a tanto. Y sin embargo ocurre. Cientos, miles de años atrás, el fragmento de una piedra incandescente, que es la resulta de una explosión que no puede explicarse, concebirse y ni siquiera imaginarse, comienza a viajar hacia un punto indefinido del Universo. Fátima, una niña que no alcanzará a entender porqué para existir un oso polar debe cazar y alimentarse de tantas focas como le sea posible, dejará caer una lágrima para explicar y expiar su inocencia. Las otras, las que son producto del dolor, destellarán en la oscuridad con la furia de mil soles.
Desde hace algún tiempo, no sé cuánto, pero empiezo a pensar que es mucho tiempo, he deseado en la clandestinidad de mis pensamientos que algo horrendo ocurra en México. Nada, empero, como lo que ocurre todos los días, todas las semanas, todos los meses, todos los años. Todo el tiempo. Algo así como un escarmiento divino –¡carajo, ni siquiera creo en Dios!– que devuelva a este país de mierda llamado México a un estado tan primigenio que, excepto renacer y reinventarse bajo nuevas reglas y una línea de pensamiento tan ingenua que admita los valores más simples, y puros, no le permita nada más.
El avistamiento de un cuerpo celeste que se aproxima a la Tierra, apenas una pizca de cenizas de ese concepto llamado Big Bang a partir del cual el Universo fue creado, reaviva esos pensamientos. Es sólo que ese fragmento de piedra cósmica ingobernable, impredecible y extrañamente luminoso, se precipita sobre uno de los espacios más oscuros que existen en un planeta que en las formas es un milagro, y en el fondo apenas un basurero.
Tras la caída de un meteoro, de un bólido, para ser preciso, y a partir de la muerte violenta de una niña llamada Fátima Cecilia, es paradójicamente posible que la esperanza resplandezca en la oscuridad de un país llamado México como sólo podría hacerlo en los cuentos de hadas.
En otro tiempo, cuando los primeros navegantes de la historia se hicieron a la mar en barcas primitivas que apenas ostentaban una vela y dependían del viento para moverse, excepto la posición del sol, la luna y las estrellas, aquellos aventureros nada más tenían para orientarse.
La última luz de Fátima, una idea incomprensible pero cercana, ese resplandor que ilumina la Tierra pero no la obnubila, tendría que ser, por fuerza y por deseo, ese sendero por el que transitar debe ser, en algún momento y a pesar de todo, algo seguro.