La jauría de Chapultepec

Por ANDRÉS TAPIA

El Bosque de Chapultepec, un santuario maravilloso y extraño que por alguna razón que se antoja inexplicable enseñorea la Ciudad de México, es el parque urbano más antiguo de América en tanto su existencia se remonta al año 2500 antes de la era cristiana. El hallazgo de restos óseos y objetos elaborados a partir de cerámica, son evidencia incontrovertible de que algunas tribus se asentaron en ese sitio entre el año referido y los dos primeros siglos que transcurrieron después del nacimiento de Jesucristo.

En lengua náhuatl la palabra Chapultepec, compuesta por las voces “Chapulli” (saltamontes, grillo) y “tepe” (tl) (cerro o colina), significa, alternativamente, “cerro de saltamontes” o “lugar de grillos”. Una paradoja tanto o más extraña que la existencia misma del bosque en una de las urbes más pobladas del mundo, pues en la actualidad, y desde hace muchas décadas, la presencia de tales insectos es anecdótica cuando no prácticamente nula.

En ese sitio, en el que existe evidencia de sepulcros perpetrados por los habitantes de Teotihuacán –una de las civilizaciones más exquisitas que poblaron lo que hoy es México– entre los años 450 y 500 d.C., hace unos cuantos días me tocó contemplar un evento que a simple vista parecería mínimo y fútil, y sin embargo es un referente poderoso y en algún punto apocalíptico de la narrativa de los días extraños que estamos viviendo.

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Cuando era niño mi padre solía llevarnos a mis hermanos y a mí a un sitio que él llamaba “El parque de las bicicletas”. Hasta donde puedo saber, ese sitio nunca existió con ese nombre. Sin embargo, en la década de 1970, existió un lugar en el Bosque de Chapultepec en el que se rentaban bicicletas con las que uno podía recorrer la primera sección del parque. Estaba situado a 500 metros al Oeste de la Avenida Constituyentes, y a no más de un kilómetro de Los Pinos, la finca urbana que desde 1934 y hasta el año 2018, fue la residencia de los presidentes de México.

Un domingo de una primavera –estoy seguro que era primavera– ascendí una pendiente que conducía a una de las entradas de la residencia de Los Pinos. Dos soldados custodiaban una puerta de hierro forjado y también al presidente en turno. Lo mío no fue un acto de rebeldía pueril, sino la inconsciente temeridad de un niño: me importaba nada quién viviese detrás de esa puerta, sólo quería descender a toda velocidad por esa pendiente mientras las ruedas de la bicicleta que había rentado mi padre sacaban chispas del suelo.

El viento en las sienes, el sol de un domingo inenarrable y el aroma a eucalipto de los árboles vertiendo sus semillas en la tierra, es todo lo que recuerdo. Eso y el carricoche de un vendedor de paletas y helados con el que me estrellé. Salí volando por encima de él y sin embargo no me hice daño. Y si me lo hice no fue importante.

Han pasado más de 40 años desde aquel día. En los tiempos de la pandemia que ha hecho temer a la raza humana por su supervivencia, he vuelto al Bosque de Chapultepec y redescubierto el sitio en el que se hallaba el “Parque de las bicicletas”. Una cabaña, no sé si la misma de aquel tiempo, está rodeada de decenas de bicicletas. Pero no hay gente alrededor y tampoco gente montándolas. Tengo una bicicleta a la que llamo Black, un prodigio comparado con aquella con la que me estrellé con un carricoche de helados y paletas cuando yo tenía siete u ocho años.

La pendiente sigue ahí y asciendo.

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El Bosque de Chapultepec, en su diagramación de parque urbano, está dividido en tres secciones. La primera contiene a los museos de Antropología, Arte Moderno, Rufino Tamayo, al principal zoológico de la ciudad y la piscina que el emperador Moctezuma utilizaba como su baño personal.

En la segunda están situados los museos de Historia Natural, Jardín del Agua y el conocido como Papalote, dedicado a los niños. Y también el parque de diversiones La Feria, el circuito para corredores y ciclistas conocido como Lago Mayor, y una maravillosa fuente de agua llamada Las Ninfas en la que la gente, absurda, irresponsable, alegremente, suele bañarse los fines de semana.

La tercera sección, empero, es un sitio desierto cuya atracción principal es un club hípico al que sólo acuden unos cuantos privilegiados. Tan pocos, que supone casi un milagro cruzarse con alguno de ellos. No así con los perros callejeros que, desplazados de los barrios aledaños, hallaron en ese sitio un santuario para volver a sus orígenes y convertirse en jauría para existir y sobrevivir.

Hace alrededor de 15 años emprendí de nuevo aquella aventura infantil de ascender en bicicleta la pendiente del Bosque de Chapultepec tan sólo para descender a toda velocidad a lo que fue mi infancia. Y dejé atrás la primera sección, la segunda, y llegué hasta la tercera. Dos, tres, cuatro veces, las jaurías que habitaban ese sitio, en defensa de su territorio, me persiguieron e intimidaron. A fuerza de escuchar sus ladridos y de contemplar sus colmillos hinchados de sangre, entendí su mensaje: “Este sitio es nuestro, no regreses”.

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A partir de mis oficios, escritor y periodista, justifico mi temeridad y rebeldía. En los días de la pandemia he vuelto al Bosque de Chapultepec, el “lugar de grillos”, tan sólo para escuchar la extensión del insólito silencio que hoy inunda la Ciudad de México.

Mientras recorro el circuito del Lago Mayor, una jauría de entre siete y nueve perros procedentes de las tierras inhóspitas de la tercera sección, incursiona en algún punto cercano a la Fuente de las Ninfas. No se les mira tan seguros. Están en un territorio que no les pertenece y avanzan lentamente mientras unos pocos corredores y ciclistas tratan de revertir los efectos de la cuarentena que, de acuerdo al diario The New York Times, ha confinado a más de la mitad de la población mundial, es decir, alrededor de 4,000 millones de personas.

Les conozco, al menos sus hábitos, y me cruzo con ellos temiendo su ataque. No pasa nada porque, por el momento, su incursión a un territorio dominado por los humanos es una suerte de exploración que tiene, ciertamente, intenciones de conquista. En tanto está vacío, o vaciándose, supone una oportunidad.

Maravillosa y tristemente esa es la naturaleza de los seres vivos.

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Desciendo de la segunda sección del Bosque de Chapultepec a más de 50 kilómetros por hora. Mi infancia está allá abajo y va estrellarse con un vendedor de paletas y helados; milagrosamente resultaré ileso.

Allá arriba quedan mi presente y mi consciencia, y la imagen de una jauría que ha descendido en busca de más territorio pero sin afán de lucha… por el momento.

Un bicho diminuto y casi invisible ha hecho que la raza humana se repliegue. Las otras especies, las que fueron sometidas por nuestra soberbia y sinrazón, ya lo notaron. Y están adelantando líneas.

Mañana iré de nuevo al Bosque de Chapultepec. Y esperaré contenido, en silencio y feliz, el ataque de la jauría.