El cuento de Edgar Allan Poe que la pandemia ignoró

Por ANDRÉS TAPIA / Fotografía: CLÉMENT FALIZE – Unsplash

Aún el más relajado de los seres, para quien la vida y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Esta línea pertenece al cuento “La máscara de la Muerte Roja”, escrito por Edgar Allan Poe, y el cual fue publicado el año de 1842 en el Graham’s Lady’s and Gentleman’s Magazine, una revista literaria de la que Poe fue editor y que circulaba en la ciudad de Filadelfia, en el estado de Pensilvania.

La literatura está eclipsada en una época en la que el acto de leer se ha desplazado a Twitter, si bien esto no quiere decir que haya perdido su linaje y dejado seducir por las hordas de barbajanes que frecuentan esa taberna nauseabunda y maloliente, con la idea peregrina y fantasiosa –ingenuos atorrantes– de robarle cuando menos un beso.

Quien haya leído el cuento de Poe no habrá podido evitar recordarlo en el momento mismo en que la Organización Mundial de la Salud declaró al brote del virus SARS-CoV-2 una pandemia. Las dos primeras líneas del relato son obsequiosas y precisas en cuanto a su trama: La Muerte Roja había devastado al país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa.

El protagonista del cuento, el príncipe Próspero –un hombre “feliz, intrépido y sagaz” de acuerdo a la descripción del narrador–, al contemplar que los dominios en los que reina se han despoblado por causa de la enfermedad, convoca a un millar de hombres y mujeres que forman parte de su corte, amigos y cercanos la mayoría, para encerrarse con ellos en una abadía fortificada a la que nada ni nadie podría penetrar.

La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes los cortesanos podían desafiar el contagio. Al igual que en “La máscara de la Muerte Roja”, los habitantes del Mundo se aprovisionaron de todo cuanto pudieron cuando la OMS declaró la emergencia sanitaria mundial y en el caso de Wuhan, la ciudad de China donde todo inició, se impidió la llegada y la salida de personas, al igual que en la abadía del príncipe Próspero.

No pretendo reproducir por completo en este espacio el cuento de Poe, pero este párrafo me parece sustancial y elocuente: Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los más terribles estragos, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia.

Fue precisamente entre el quinto y sexto mes del confinamiento que los gobiernos del planeta, enfrentados a la crisis económica global que acarreó consigo la pandemia, decidieron abrir las puertas y permitir la reincorporación paulatina de sus ciudadanos a sus actividades cotidianas. Era justo, y sin duda necesario, pero, ¿era prudente? A diferencia de ellos, en la fantasía de Poe, el príncipe Próspero decidió mantener el encierro y celebrar la vida con una mascarada en los siete salones públicos con los que contaba la nave principal de su abadía.

Al igual que cualquier otro habitante del planeta Tierra, lamento profundamente lo que ha ocurrido en los últimos meses. No sólo las muertes inherentes a la Covid-19, sino los estragos periféricos que ha causado: las protestas raciales no son un fenómeno nuevo en Estados Unidos, pero nadie puede negar que se han recrudecido del mismo modo en que fueron fomentadas por los grotescos y criminales abusos de la policía.

En México se amontonan los muertos, los de la pandemia y los recurrentes que forman parte de su cultura de desorden, impunidad y triunfo del crimen organizado. Bielorrusia padece a un dictador en tiempos en que parecería que esa especie debería haberse extinto, y algo o alguien en Rusia acomete de nuevo a través de Internet para influir en las elecciones presidenciales de Estados Unidos.

Casi se diría que estos son tiempos inéditos. Casi. Pero “La máscara de la Muerte Roja” sugiere lo contrario. El miedo descrito por Poe, entremezclado con la atmósfera de algarabía de la fiesta de máscaras organizada por el príncipe Próspero, la cual sólo se interrumpía cuando el reloj de ébano del séptimo salón hacía sonar cada hora su péndulo de bronce –escribo esto y no puedo evitar pensar en el epidemiólogo mexicano que en punto de las 19:00 horas ofrece todos los días su informe de decesos y nuevos contagios–, es exacto y preciso y embona con la realidad, la nueva realidad, una que Edgar Allan Poe imaginó, quién sabe cómo y por qué, hace 178 años.

Bien o mal, con buenas razones o sin ellas, con prudencia o desenfado, pero los habitantes del Mundo han decidido que cinco meses de reclusión son suficientes y que es menester abandonar el encierro y retomar la vida. Lentamente las calles del planeta vuelven a poblarse, pero el reloj de ébano sigue sonando cada hora y una nueva ola de contagios se extiende en aquellos países que en su momento lograron contener la enfermedad.

“La máscara de la Muerte Roja”, el cuento de Poe, es absurda pero afortunadamente una obra de dominio público que puede leerse en Internet sin que sea necesario desembolsar un céntimo para leerla, algo que a los millennials les fascina.

La realidad supera a la fantasía, ya se sabe, pero hay ocasiones en que la fantasía es mucho más descriptiva y fiel. Lo más ominoso y profético del relato es que la enfermedad se infiltra en la fiesta del príncipe Próspero portando una máscara y una mortaja: una alegoría estruendosa de la situación que estamos viviendo.

Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de sangre, y cada uno murió en la desesperada actitud de su caída. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trípodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo.