Por ANDRÉS TAPIA
Hace unos días, en la calle Río Duero que forma parte de la Colonia Cuauhtémoc, un barrio de clase media alta situado a unos cinco kilómetros del centro de la Ciudad de México, tuvo lugar un intento de asesinato. Un hombre que conducía un automóvil Passat color negro recibió una descarga de ocho disparos por acaso dos hombres que circulaban en una motocicleta.
El hombre huía de su perseguidor o perseguidores, o no sabía que lo estaban siguiendo. En tanto la Colonia Cuauhtémoc es un barrio apacible durante las noches, me inclino más por la segunda teoría.
Para ingresar a Río Duero el conductor del Passat tuvo que haber girado a la izquierda procedente de la calle de Río Lerma. Si hubiese sido objeto de una persecución declarada, se habría escuchado el chirriar de las llantas del auto. No fue así. En los días de la pandemia el silencio se ha vuelto sempiterno y omnipresente, y la noche del 29 abril, a eso de las 23:00 horas, se quebró por el ruido de ocho disparos de una pistola semiautomática calibre .38.
El atentado ocurrió a 20 metros de mi casa. Llamé al 911 (a los mexicanos nos encanta copiar las costumbres del país que por vecino tenemos al norte) y le indiqué a la operadora que había ocurrido un tiroteo. Me pidió las coordenadas del evento y se las di: un sitio cercano al cruce de las calles Río Lerma y Río Duero.
–Las calles que refiere son paralelas, no aparece en el sistema tal intersección.
Siendo precisos las calles no se cruzan, pero sí se intersectan: Río Duero termina justo en Río Lerma y su longitud es de apenas dos cuadras irregulares.
–Río Duero y Río Lerma no son paralelas sino perpendiculares.
–No me aparece así en el sistema.
–He vivido en este sitio más de 20 años, ¿cree usted que podría equivocarme?
–Una disculpa, el sistema en ocasiones falla…
Ignoro qué sistema de geolocalización es capaz de transformar dos calles perpendiculares en paralelas, pero en México lo inaudito es perfectamente posible.
La llamada terminó y la operadora me aseguró que la policía venía en camino. Diez minutos después, ningún auto-patrulla se apersonó en el sitio. Sin embargo, durante ese periodo, en la lejanía se escucharon las sirenas de varios autos-patrulla.
Salí de mi casa y me dirigí hacia el sitio donde escuché los disparos y creí distinguir el brillo de una ráfaga. Con la lámpara del móvil encendida, escudriñé la mitad de la calle y descubrí fragmentos de cristales muy focalizados: fragmentos de lo que podrían ser los restos de los cristales de un auto perforados por los impactos de balas. No tardé mucho en hallar lo que buscaba: el casquillo dorado de un proyectil de calibre .38 brilló delante mío. Imprudente pero premeditamente lo tomé.
Regresé a casa, le tomé una fotografía, e ingresé a mi cuenta de Twitter con la intención de contactar a alguien que hubiese escuchado el tiroteo. Una mujer publicó un tweet preguntando qué había sido lo que se había escuchado. Un poco después, un auto-patrulla de la policía llegó, al fin, a la intersección de las calles que la operadora del 911 me aseguró no existía. Salí con el casquillo en la mano y se lo entregué a los oficiales. Luego les indiqué dónde lo había encontrado. Con las lámparas de sus móviles, y el mío, hallamos cinco casquillos más (la policía en México carece de lámparas de mano).
Mientras los buscábamos, me contaron que el conductor del Passat negro había logrado darle la vuelta a la cuadra y detenerse delante de un rascacielos. Dos disparos le habían alcanzado: uno en un glúteo y otro en la mandíbula. Pese a ello, el tipo estaba vivo y podía contarlo.
Media hora más tarde, o algo así, cuatro autos-patrulla llegaron al sitio para cerrar la calle y acordonar la escena del crimen. Encontrarían dos casquillos más que cubrieron con dos vasos de plástico de color rojo (en México la policía no tiene banderitas de color amarillo para señalar las evidencias, tiene vasos de plástico rojo).
En mi relatoría de los hechos a la operadora del servicio de emergencias 911, le dije que había escuchado entre cinco y ocho disparos de un arma de calibre elevado. En mi incursión como detective hallé uno y un poco después ayudé a la policía a encontrar cinco más. Los oficiales que se presentaron después recogieron otros dos. 1 + 5 + 2 es igual a 8. Voilá! Y además de eso comprobé, luego de 20 años de vivir aquí, que Río Duero y Río Lerma no son calles paralelas, sino perpendiculares y se intersectan.
La mañana siguiente salí a la calle y encontré un auto-patrulla y dos policías que hacían guardia en el lugar. Les pregunté si el tipo había sobrevivido. Confirmaron lo dicho por sus colegas: un tiro en un glúteo, otro en la mandíbula. Ocho en total para asesinarlo y el tipo estaba vivo. No quiso denunciar los hechos (en México si no se denuncia un crimen, no hay crimen) tan sólo pedía ir a un hospital para que le realizaran una cirugía que pudiese pagar.
Relato estos hechos a partir de la incomprensión que me produce ser habitante y pertenecer a un lugar llamado México, en el que constantes universales como la ley de la gravedad o el tiempo operan de forma distinta al resto de los países del Mundo.
Mientras los delitos perpetrados por el crimen organizado o los delitos comunes han disminuido durante los últimos tres meses en prácticamente todo el planeta por causa de la pandemia del virus Covid-19, en México los homicidios se han incrementado a niveles récord incluso para un país que le encanta jugar a la muerte y que estúpida, absurda, inconcebiblemente, festeja a la muerte.
El modus operandi de los sicarios que fallaron en su cometido el pasado 29 de abril, está tomado del modelo implementado por el Cártel de Medellín en la década de 1980: una motocicleta, dos perpetradores y una víctima que viaja en auto. Novatos, los aspirantes a asesinos eligieron como escenario un barrio que es sede de las embajadas del Reino Unido, Estados Unidos, Colombia, Japón y algunas más, que consecuentemente es objeto de una vigilancia elevada. Nadie los vio. Consiguieron escapar. Pero, al final, fallaron.
El punto, empero, no es su falta de “oficio”, sino su temeridad e indiferencia ante un evento que ha cambiado, y cambiará, la forma en que la especie humana debe conducirse de ahora en adelante. Mientras la mayoría del Mundo se recluye en sus casas temerosa de la muerte, en México existen grupos de delincuentes que no sólo no la temen, sino que intentan suplantarla.
Cárteles de la droga, armados para la guerra, entregan alimentos a grupos de personas en situación de pobreza; ajustes de cuentas entre esos mismos grupos por disputas de territorios, suman cada día cientos de víctimas a las víctimas del Covid-19; la familia de un delincuente ingresa con armas a un hospital para exigir información sobre el estado de salud del mismo, y se atreven a abrir las bolsas que contienen los cadáveres de quienes han muerto por la pandemia mientras aseguran que la enfermedad es una mentira.
En medio de todo eso, el presidente de México repite una y otra vez, como si fuera un mantra, que “el pueblo es bueno y sabio”. Sí, el mismo pueblo que continúa asesinando, torturando, decapitando, cortando miembros y destazando, a otros miembros del pueblo. Su pueblo.
Hace años, en ocasión de un crimen de estado ocurrido –¿dónde más?– en México, un político gris y corrupto culminó una arenga a propósito de la muerte de su hermano: “Los demonios andan sueltos, ¡y han triunfado!”.
Una canción del cantautor más grande que ha tenido México, reza en sus líneas:
No vale nada la vida
La vida no vale nada
Comienza siempre llorando
Y así, llorando, se acaba
Por eso es que en este Mundo
La vida no vale nada…
La vida vale, pero no en México. Y José Alfredo Jiménez quiso darle una oportunidad al país al decir “este Mundo”, cuando en realidad quiso decir “este México”.
Se equivocó.