Por ANDRÉS TAPIA / Fotografía: SRINI RAJAN – CC BY-SA 2.0
“La suciedad acumulada de todo su sexo y crímenes subirá como espuma hasta sus cinturas y todas las putas y los políticos mirarán hacia arriba y gritarán: ‘¡Sálvanos!’ Yo miraré hacia abajo y susurraré: ‘No’”.
Quien dice lo anterior es el gran ausente, y no, de la serie de televisión Watchmen que hace unos días consiguió una gran cantidad de Emmys que engrosarán las vitrinas de HBO. Se hace llamar Rorschach y es el superhéroe que en el universo de los cómics, alterno por naturaleza a la realidad, es algo así como la versión alcohólica y nada glamurosa de Batman.
Ausente porque en la narrativa creada por Damon Lindelof, un especialista en realidades alternas que no siempre son afortunadas (Lost sigue y seguirá siendo por los siglos de los siglos una patraña comercial que un día de indigestión nos permitirá seguir vomitando), es sólo un símbolo que un grupo de supremacistas blancos ha reclamado como suyo para hacerle la guerra al cuerpo de policía de Tulsa, la segunda ciudad más grande del estado Oklahoma, un lugar que no estaría en los libros de historia sino fuese por la masacre que ocurrió la primavera de 1921. Y presente porque de todos los vigilantes, Rorschach, al igual que Batman, es el más humano de todos los supertipos en la historia creada por Alan Moore durante la segunda mitad de la década de 1980.
Rorschach, cuyo nombre y máscara están inspirados en el test psicológico del mismo nombre, es un hombre atormentado y paranoico cuyo concepto de la justicia está basado en el absolutismo moral que en menor medida también rige los afanes de Batman: si cruzas mínimamente la línea ya estás del otro lado. Y no te lo perdonaré.
Pero Rorschach, ya se ha dicho, no aparece en la serie de televisión de Lindelof excepto como un paradójico referente: su máscara es la bandera que La Séptima Caballería, una secta de radicales de ultraderecha, ha elegido como estandarte para ocultarse y perpetrar sus crímenes de odio.
En Watchmen, Lindelof redime los pecados que su febril imaginación le llevó a cometer en Lost y nos hace asistir de manera muy gráfica, casi obscena, a la Masacre de Tulsa, un evento verdadero, tan atroz y grotesco, que no aparece como debiera en los libros de historia. Y es en esa narrativa histórica que se gesta el origen de Angela Abar-Sister Night (la extraordinaria Regina King), una de las protagonistas principales de la serie.
Dicen que en política no hay coincidencias, pero, a casi un siglo de la Masacre de Tulsa, la llegada de Watchmen a la televisión –sólo unos meses antes de la irrupción de la pandemia de la COVID-19 y las protestas en contra del abuso policial que se propagaron en Estados Unidos y en el todo el mundo por la muerte de George Floyd– hace las veces de un estigma: una herida que recrea el dolor padecido por otros en otra época y que, pese al tiempo transcurrido, sigue sangrando profusamente.
La locución Quis custodiet ipsos custodes?, una frase en latín tomada de las Sátiras del poeta romano Juvenal, es la que inspira a Alan Moore para crear el concepto y la narrativa de Watchmen: ¿Quién vigila a los vigilantes?, ergo: a aquellos individuos que en posiciones de poder son susceptibles y proclives a cometer abusos.
En el comic creado por Alan Moore, Rorschach es el único de los vigilantes que permanece activo y desafía la Ley Keene que prohibe las acciones de los héroes enmascarados, si bien exenta de esta regla al Doctor Manhattan y al Comediante porque estos trabajan oficialmente para el gobierno de Estados Unidos. Rorschach, el personaje cuya ideología política en palabras de Moore es de ultraderecha y por esa razón lo detesta profundamente, es quién, paradójicamente, se atreve a transgredir el status quo y al establishment, y a partir de ello da pie a la secuencia de eventos que conforman la historia.
En Watchmen, la serie de televisión, Rorschach es sólo una figura nostálgica para los románticos y la inspiración ideológica de La Séptima Caballería que, de alguna forma –Lindelof no tiene a bien explicárnoslo–, se hizo con el diario del justiciero e instauró sus postulados como evangelio de sus acciones.
Sin embargo, y a contracorriente de Moore, Lindelof se apunta la genialidad de crear a Looking Glass-Wade Tillman (Tim Blake Nelson), un vigilante enmascarado que física, moral y desgarradoramente es la recreación de Rorschach en su universo alterno: un personaje que pierde la inocencia de una forma ridícula y que es incapaz de relacionarse con mujeres que no lo dañen. Y aunque Angela Abar lleva la voz cantante en la historia, Wade Tillman la eclipsa en no pocas ocasiones.
Pese a todo lo anterior, por más oficio que tenga Damon Lindelof no deja de ser Damon Lindelof y el final de Watchmen se asemeja muchísimo al de Lost: no sabe cómo terminar y, al igual que un eyaculador precoz, deja insatisfecha a la audiencia que sólo atina a preguntarse: “¿Eso es todo?”.
Pero los ocho capítulos que anteceden al gatillazo de Lindelof en el noveno definen la historia y en más de un sentido son inmensos. ¿Quién vigila a Donald Trump, a Kim Jong-un, a Aleksandr Lukashenko, a Vladimir Putin, a Andrés Manuel López Obrador, a Jair Bolsonaro, a Boris Johnson? ¿A la policía de Wisconsin, Minsk, Manchester, Río de Janeiro, Moscú, Ciudad Juárez, Pyongyang? ¿Quién?
Me quedo con el recuerdo de Rorschach cuando, en la película de Zack Snyder (Watchmen, 2009), al borde de una alcantarilla encuentra un botón con una Smiley Face ensangrentada y asciende, al modo de Batman, al departamento del Comediante mientras susurra: “La suciedad acumulada de todo su sexo y crímenes subirá como espuma hasta sus cinturas y todas las putas y los políticos mirarán hacia arriba y gritarán: ‘¡Sálvanos!’ Yo miraré hacia abajo y susurraré: ‘No’”.
Quis custodiet ipsos custodes?