La niña afroamericana de Reforma (la fragilidad)

Por ANDRÉS TAPIA / Kindred Hues Photography / Unsplash

Tendría quizá diez años, algo así. Giraba sobre sí misma sin mirar, sin poner atención a lo que ocurría a su alrededor: delante, detrás, a sus costados. Vestía unos pantalones cortos de denim, una blusa rosada, zapatillas deportivas y llevaba el cabello –largo, casi hasta la cintura– envuelto en finísimas trenzas rastas teñidas de dorado. Afroamericana improbable en la supuesta calle más hermosa de la capital de México.

No verla era imposible, no sólo porque su fenotipo no es común en la Ciudad de México, sino también porque era una niña hermosa. Pero también porque mucho más evidente e importante que el color de su piel, su atuendo y su belleza física, lo era el hecho de que, en ese momento, poco después del mediodía de un domingo, estaba sola.

Decenas de bicicletas, hombres y mujeres en patines, corredores que invadían los carriles de una de las avenidas más transitadas del planeta la rodeaban. Eso y eso, y esas y esos y eses (primera y única vez que me permito una “corrección política”, que en realidad es un sarcasmo muy egregio y una burla muy elegante, valga la tautología), sin dejar de lado a los transeúntes que salían, venían, entraban o iban, de los comercios y la acera que esa niña, con su sola presencia, había conquistado.

Paseo de la Reforma y la calle de Sevilla, la escultura de una mujer desnuda ataviada con tan sólo un arco, y una niña afroamericana a la que, aunque sea momentáneamente, sus padres han abandonado. Las coordenadas son las siguientes: Latitud 19.425142; longitud –99.171641.

Yo estoy ahí en ese momento tan sólo para comprar dos croissaints y una barra de pan y, para ello, monto una de las tantas bicicletas que circulan en el Paseo de la Reforma de la Ciudad de México. ¿He dicho ya que es domingo? Los domingos en cualquier ciudad del mundo, incluso en la de México, suelen ser felices.

Este no lo es tanto. Rusia continúa con su campaña militar en Ucrania e impide la evacuación de civiles del país con tal de desmoralizar a la población y conseguir que el gobierno de Kiev se rinda. Una foto tomada por una periodista del diario The New York Times muestra a una madre y a sus dos hijos abatidos por los proyectiles rusos.

Lo de México no es tan grave: una niña afroamericana rodeada de bicicletas el día más feliz de la semana. Pero no hay domingo sin sábado y el día anterior a la visión de ella en la supuesta calle más hermosa de la Ciudad de México, en una ciudad vecina, durante un partido de fútbol, tiene lugar una barbarie: los hinchas de dos equipos antagónicos se enfrentan de manera violenta y atroz, y las redes sociales registran escenas dantescas en las que varios individuos son golpeados y desnudados de manera salvaje por otro grupo de individuos.

En México esto es común. Quizá no en los partidos de fútbol, pero sí en los enfrentamientos entre las bandas del crimen organizado. Los criminales en México, como las hienas, atacan en grupo, aunque no para alimentarse: individualmente cada uno de sus miembros carecen de la estamina y la valentía necesarias para sobrevivir por sí mismos. Luego entonces atacan en manada y son implacables y crueles. Pero por sí mismos serían incapaces de cortarse las uñas sin sentir dolor.

Pero ese no es el punto.

Me acerqué a la niña afroamericana que, en ese momento, sin tensión y con mucho desparpajo, giraba sobre sí misma, como si no supiera que estaba sola, que estaba en México, que sin la presencia de sus padres estaba en peligro.

–Girl, where are your mom and dad?

–My mom is over there (señaló un edificio, no sé si la panadería en la que yo había estado momentos antes)

–Are you missing? Are you O.K.?

–No, I’m not, I’m O.K

–Stay here, with people around.

No tengo hijos. Pero, si los tuviera, aunque mi infancia fue una infancia apacible y feliz, jamás los dejaría solos en una calle, y mucho menos en una calle de la Ciudad de México, aunque esta fuese una de las avenidas más hermosas del mundo.

Me marché de ahí. Di una vuelta en “U” y para entonces la niña afroamericana había desaparecido. Tengo claro que la asusté, aunque esa no era mi intención. Sé que al final se reunió con su madre y con eso me basta.

No sé cómo decir esto, pero los padres de esa niña son unas de las personas más irresponsables del mundo: dejar a su hija sola en una ciudad tan mierda como la de México, en un país tan mierda como es México, con un presidente tan mierda como lo es el presidente de México. ¿De verdad?

Da igual.

O no tanto.

Por lo menos ella resplandeció entre tanta oscuridad.