Por ANDRÉS TAPIA
Hay un cruce de calles muy cercano al lugar en el que trabajo, en el que dar vuelta a la izquierda está prohibido. En México, sin embargo, lo prohibido está permitido. Y peor aun: no es castigado. Que alguien cometa una falta menor como es dar una vuelta prohibida no tendría porqué ser considerado algo grave. Pero el que lo hagan muchos y se convierta en hábito, no sólo culturalmente es aberrante, sino más tarde o más temprano causará problemas.
Los más inmediatos tienen que ver con el colapso de la circulación en el carril de alta velocidad: los automovilistas hacen fila uno detrás del otro para doblar a la izquierda. Y cuando ésta es lo suficientemente larga, un nuevo iluminado se introduce al carril central para formar una más. De ese modo, dos carriles de una avenida se bloquean y el tráfico se intensifica. Se diría que lo peor ha ocurrido ya, pero cuando increpas a uno de estos automovilistas respecto a su proceder, lo más probable es que termines siendo insultado y vejado por ellos.
En la novela La región más transparente, Carlos Fuentes hace decir a su narrador, en el primer párrafo de la misma, lo siguiente: “Mi nombre es Ixca Cienfuegos. Nací y vivo en México, D.F. Esto no es grave. En México no hay tragedia: todo se vuelve afrenta…”
Padecer una afrenta ocasional le otorga al episodio un carácter anecdótico. Vivirlo diariamente supone experimentar una suerte de tortura emocional que poco a poco va derruyendo la memoria.
En México la gente no tiene memoria. Y los pocos que la conservan suelen no hacer uso de ella.
Durante el Mundial de Fútbol celebrado en Argentina en el año 1978, la Selección de México perdió por marcadores de 3-1, 6-0 y 3-1 frente a Túnez, Alemania y Polonia, respectivamente. Yo tenía entonces diez años y, tal y como asegura Fuentes a través de Cienfuegos, encontré en ello una afrenta monumental: en México no existen los héroes.
Despechado como el amante que descubre el engaño, dejé de participar en los partidos callejeros de mi barrio y el fútbol dejó de gustarme. Refugié mi niñez en otros deportes (football americano, béisbol, baloncesto) y me hice inmune al fanatismo de ponerme alguna vez la camiseta de un equipo nacional (tanto que habiendo sido invitado a la final del Mundial de Sudáfrica, y obsequiado con una camiseta de la Selección con mi nombre impreso en ella, me rehusé a ponérmela en plena conciencia de que hacerlo me hacía formar parte de aquellos perdedores de Argentina 1978, México 1986, Estados Unidos 1994, Francia 1998, Corea-Japón 2002, Alemania 2006 y Sudáfrica 2010).
Si la historia sirve en modo alguno de referencia… ¿por qué tendrían que cambiar ahora las cosas? Un campeonato olímpico y la presencia como nunca antes de al menos una docena de jugadores en el fútbol europeo, tendrían que hacer una diferencia. Los hechos, empero, parecen confirmar un destino que no se ceba en el infortunio o la incapacidad, sino en la idiosincrasia de un pueblo que en el autosabotaje encuentra su sino.
Me traslado de mi oficina a un restaurante para continuar con la escritura de este texto y, mientras llueve, me detengo en la luz roja de otro crucero. Detrás de mí, el conductor de un Volkswagen Sedan hace sonar la bocina conminándome a moverme, apelando a la lógica retorcida de que, en ese momento, no circulan autos que me impidan avanzar.
A modo de flashback, regreso en el tiempo 24 horas. Quiero ingresar al estacionamiento de una tienda departamental pero no puedo hacerlo porque otro conductor ha decidido que la rampa de acceso es un buen lugar para esperar a que su familia aborde el auto. Le concedo el tiempo prudente para ello, pero el individuo no se mueve. Hago sonar entonces la bocina y el individuo, en francio desafío, no se mueve. No sólo comete una falta cívica sino que, además, se pavonea de ello.
Vuelvo al presente.
¿Puede una sociedad empecinada en una suerte de individualismo autoritario trascender a su egoísmo –un egoísmo sustentado en la circunstancia de haber sido víctima de una conquista y en el deseo inacabado de extrapolar ese papel y convertirse en el victimario– y empezar a tener conciencia del otro y un poco más tarde respeto?
El fútbol se trata un poco de eso: trascender al egoísmo breve y efímero de ser un héroe (o un villano) en aras del bien colectivo. Jesús Corona, el mesías que posibilitó la consecución de la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Londres 2012, hace unas cuantas semanas fue crucificado por su desempeño frente al equipo de los Estados Unidos. Que Guillermo Ochoa, ex portero del equipo América, haya sido convocado para enfrentar a Panamá, supone la lapidación de quien solía ser un gigante y hoy, a los ojos de todo el mundo, se ha convertido en un enano.
Es perfectamente posible que la Selección Nacional de Fútbol, apelando a los usos y costumbres del país al que pertenece, el próximo viernes dé una vuelta prohibida o acaso espere un poco más y lo haga cuando enfrente al cuadro de Nueva Zelanda en la que sería su última oportunidad de obtener un billete de viaje a Brasil 2014.
Y, de ocurrir así, acaso por un breve tiempo, deslumbrados por la posibilidad de formar parte de un colectivo triunfante, los mexicanos que apoyan a la Selección Nacional de Fútbol dejen de dar vueltas prohibidas, se abstengan de conminar a quien está delante suyo de cometer una falta o adquieran la conciencia de pensar y respetar a los otros.
Pero será por poco tiempo, muy poco: la historia asegura que quien no aprende de ella está condenado a repetirla.
De ocurrir a la inversa, tendrá lugar no una tragedia, sino una afrenta.
Y creo que ha llegado el tiempo de que, quienes eternamente las perpetran, ahora las padezcan.
Anda, da la vuelta prohibida, México. Aunque no lo creas alguien allá adelante va a detenerte.