Yo perdono a Enrique Peña Nieto (pero no a ti… ni a mí)

Por ANDRÉS TAPIA

El más pleno de los ejercicios democráticos convirtió a Enrique Peña Nieto en el presidente de México el año 2012. Poco más de 19 millones de personas votaron por él, mientras que su contrincante más cercano, Andrés Manuel López Obrador, recibió casi 16 millones de votos.

Más allá de las trapacerías que seguramente llevó a cabo el Partido Revolucionario Institucional para arropar la elección de Peña Nieto y así granjearse votos de manera ilegal –prácticas éstas endémicas que mantuvieron al partido tricolor durante cerca de 70 años en el poder antes de ser derrotados por el derechista Partido Acción Nacional el año 2000– quizá sería prudente reconocer que, incluso sin tales ardides, el ex gobernador del Estado de México habría triunfado en la elección.

“La democracia es bellísima en teoría, pero en la práctica es una falacia”, afirmó alguna vez Benito Mussolini. Tratándose de un dictador que se alió con Adolf Hitler y contribuyó de manera directa al estallido de la Segunda Guerra Mundial, deberíamos tomar sus palabras con mucho tiento. Sin embargo y a pesar de ello, su condición de tirano y asesino no inhabilita ni cancela sus pensamientos.

Producto de una notable estrategia de propaganda en la que se potenciaron su imagen y sus atributos físicos, amén de una artificiosa cercanía y empatía con la gente con la que se encontró durante su campaña, fuese esto fortuito o premeditado, Enrique Peña Nieto consiguió convencer al número de personas necesarias para que éstas, por mayoría, lo eligiesen gobernante de uno de los países más surrealistas del Mundo.

Empero, su “carisma”, su “galanura” y su “don de gente”, todas estas virtudes propias del ejercicio propagandístico de la imagen, tendrían que haber encallado (y naufragado) en los arrecifes de su falta de cultura e inteligencia. Y esto no sólo delante de la mirada de aquellos que le votaron, sino también ante los miembros de su propio equipo.

En cualesquier país desarrollado de la Tierra y con un mínimo sentido de la decencia, aquel episodio, hoy vuelto una anécdota insignificante, en el que Enrique Peña Nieto –en el marco de la celebración de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara el año 2011–, fue incapaz de citar tres libros que hubiese leído, habría volcado sobre él y sobre cualquier otro político cuando menos 100 toneladas de mierda que habrían sepultado de una vez y para siempre sus aspiraciones políticas.

Sin embargo, no ocurrió así.

Por alguna razón incomprensible (o quizá demasiado comprensible pero, por ello mismo, vergonzosa), sus votantes le perdonaron el traspiés, que más que traspiés era una declaración de principios: “Yo no leo libros ni tengo cultura. Mis virtudes son otras”.

Tal indulto fue sustanciado por periodistas, propagandistas y comunicadores cooptados por el sistema, que adecentados como ovejas ante el matadero acudieron con alcohol y formol a limpiar una herida purulenta. Pero en tanto esos seres pusilánimes siempre han existido y actuado de la misma manera, hacerlos responsables del todo deviene en un despropósito.

De acuerdo a una encuesta publicada por el diario Reforma de la Ciudad de México el pasado mes de julio (2015), la popularidad de Enrique Peña Nieto sumaba apenas un 34 por ciento de aprobación. Esto es: de diez ciudadanos, seis y la mitad de uno desaprobaban la gestión del actual presidente de los Estados Unidos Mexicanos. Y la desaprobaban a partir, mayormente, de la desaparición de 43 estudiantes en la ciudad de Iguala, Guerrero, el 27 de septiembre de 2014; del descubrimiento de una residencia de valor millonario que le pertenecía a él y a su esposa Angélica Rivera, y de la fuga de una prisión de máxima seguridad de Joaquín Archivaldo Guzmán Loera, después de Pablo Escobar Gaviria, el narcotraficante más temido y peligroso que ha conocido el Mundo.

A cualquier estadista del Mundo, desarrollado o no, tales eventos le habrían desacreditado de igual o peor manera, y le habrían hecho perder puntos delante de la gente que le votó y de la que no. Eso es lógico y no tiene nada de incomprensible por más improbables que sean los acontecimientos que lo propician.

El día de hoy, el reporte del Índice de la Percepción de la Corrupción 2015, situó a México en el último lugar de los 34 países que integran la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). Y ser el último implica ser el más corrupto. De eso poco, o quizá algo, pero no demasiado, tiene culpa Enrique Peña Nieto.

México es lo que es, lo que era, y lo que difícilmente cambiará, ya sea que lo gobiernen los sátrapas miserables de siempre, los proactivos idiotas de la derecha o los imbéciles insufribles de la izquierda.

Pero sean unos, aquellos u otros, lo que hoy resulta incomprensible e inaudito –y por ello voy a disculpar y exculpar ahora a Enrique Peña Nieto– es que los habitantes de México, ante evidencias tales como la estupidez de Vicente Fox, el ranchero de Guanajuato que tampoco leía; la falta de cultura e inteligencia de Enrique Peña Nieto, que en más de una ocasión –no sólo el evento de la FIL 2011– ha dado pruebas flagrantes de ello, sean tan pusilánimes, imberbes e indecentes como para seguir votando por ellos.

Un aforismo cuya paternidad es difícil de definir, asegura: “Cada nación tiene el gobierno que se merece”. Que el actual presidente de México sea un ser incapaz, inculto y falto de inteligencia, no necesariamente lo somete al juicio de la historia en tanto no se trata de un dictador, sino de un gobernante elegido democráticamente. Un hombre en el que otros hombres y mujeres depositaron su confianza.

“En una democracia la ignorancia de un votante perjudica la seguridad de todos”, dijo alguna vez John F. Kennedy. Acaso de esa sutil manera, sin pretenderlo, exculpó a todos aquellos gobernantes que serían elegidos por razones distintas a su capacidad o inteligencia.

Como el Titanic la noche del 14 de abril de 1912, México se hunde sin esperanza –o cuando menos sin suficientes botes salvavidas– en el gélido mar de la corrupción, las desapariciones, los asesinatos, la ingobernabilidad y la impunidad. De todo eso tendrá alguna culpa Enrique Peña Nieto, ciertamente, pero no de todo.

Por eso hoy lo perdono.

Pero no a ti.

Y tampoco a mí.