Por ANDRÉS TAPIA
I have this fear of clowns, so I think that if I surround myself with them, it will ward off all evil.
Johnny Depp
Al final de la única novela que ha publicado, William Pescador, el crítico literario mexicano Christopher Domínguez Michael, describe a una hermosa nariz roja de payaso como “la madre de las máscaras”.
Esa nariz roja, esa máscara, en la historia representa una herencia y a la vez una compleja moraleja del Mundo, toda vez que ha sido acompañada de una serie de piezas de un juego de ajedrez (inconexas entre sí a partir de sus formas) que recibe de su abuelo un chico de 11 años cuyo universo –un espacio de cuatro paredes y en ocasiones unas cuantas calles a la redonda llamado Omorca– acaba de colapsar. Pero ese universo, a pesar de todo y precisamente por ello –y por esa máscara– es un sitio feliz.
Alguna vez, en un tiempo que hoy podría ser descrito como mitológico, la figura del payaso estuvo emparentada, alternativamente, con dos estados de ánimo opuestos: felicidad y melancolía. El payaso de circo, descendiente de los bufones del medioevo (cuyos ancestros pueden rastrearse en la antigua Grecia, la antigua Roma y el Egipto de los faraones), y que viajaba de pueblo en pueblo junto con una compañía, encarnaba a la primera. En el segundo caso hallaríamos al mimo, ese payaso silente y melancólico, vagabundo y solitario, cuya personalidad perfiló Jean Baptiste-Gaspard Deburau en el siglo XIX.
En uno y otro caso, a partir de someterse al ridículo y a la flagelación –sin dejar de lado la sátira y parodia de figuras públicas– ambos bufones lograban conmover el ánimo de los espectadores y arrancarles dos visajes, uno sonoro y otro silente, que distinguen a los humanos del resto de los seres vivos que habitan el Mundo: la risa y la sonrisa.
Hace unos años mi madre viajó a Praga. Y me compró un títere. Era un payaso triste en tiempos en los que yo era un payaso triste. Lo coloqué en un rincón de mi casa, acaso el rincón más triste.
Algunas noches, luego de volver del trabajo, cogía los hilos y las manivelas de aquel payaso. Y lo hacía caminar dos, tres pasos… Y luego tropezar, llevarse las manos a la cabeza, fingir desconcierto, inclinarse sobre sí para agradecer a un público imaginario. Y al final lo devolvía a su sitio.
Los tiempos cambian.
El año 2008, la Universidad de Sheffield, en Inglaterra, realizó una investigación que contó con la participación de 250 niños y adolescentes, cuyas edades fluctuaban entre los 4 y los 16 años. Los resultados del estudio arrojaron que la mayoría de los chicos mostraban cierta aversión por los payasos cuando no miedo o terror.
Aversión, miedo o terror, todo junto o por separado, para entonces tales emociones ya habían acuñado un neologismo: coulrofobia, una palabra que no ha sido aceptada por la Real Academia de la Lengua Española, como tampoco en su versión en inglés (Coulrophobia) por el Oxford English Dictionary.
Su definición es simple: miedo irracional a los payasos.
El Génesis de ese miedo irracional tuvo lugar en la década de 1970.
El 12 de diciembre de 1978, John Wayne Gacy, un respetado miembro de la zona residencial de Des Plaines, un suburbio de Chicago, fue señalado como sospechoso de la desaparición de un chico de 15 años llamado Robert Piest. Tras ser emplazado para ser interrogado, Gacy se presentó a las 3:30 horas del día siguiente en la comisaria del lugar. En tanto cayó en contradicciones, se emitió una orden de registro de su casa. Ocho días más tarde fue arrestado por posesión de mariguana y un nuevo cateo de su casa culminó con el descubrimiento de la evidencia irrefutable de un crimen. Al día siguiente, Gacy confesó 33 asesinatos: 28 cadáveres se hallaban sepultados bajo su casa.
Gacy era el arquetipo del asesino serial, el hombre del que nadie sospecharía en virtud a su carácter afable y sus contribuciones a la comunidad, entre ellas disfrazarse de “Pogo, el payaso”, y visitar en Navidad a niños que convalecían en hospitales.
Es cierto que una golondrina no hace verano, pero los crímenes de Gacy sacudieron el inconsciente colectivo de los Estados Unidos. Un individuo inofensivo y bonachón que al disfrazarse de payaso proyectaba su deseo de ser querido y aceptado, sodomizó, torturó y asesinó a 33 hombres jóvenes, algunos de ellos niños.
La historia de Gacy, quien fue ejecutado el 10 de mayo de 1994 mediante una inyección letal, encalló en la mente del escritor Stephen King, quien en 1986 publicaría la novela It, un relato fantástico de terror y ciencia ficción cuyo protagonista era un payaso malévolo llamado Pennywise, en los modos y en las formas una simbiosis de Bozo The Clown y Ronald McDonald. Previsiblemente, la novela devendría en una película que se estrenó el año de 1990.
Gacy y la imaginación de King desmitificaron la figura del payaso, el ser gracioso, ridículo y melancólico, y la convirtieron en un monstruo en tan sólo dos décadas (los asesinatos de Gacy tuvieron lugar entre 1972 y 1978), acabando de ese modo con un concepto de casi 3,000 años de antigüedad.
En la ambigua personalidad de un psicópata –un individuo que, por un lado, deseaba ser aceptado y querido, y por otro exhibía una insana fascinación por la muerte– se perdió la inocencia de una sociedad. El ser que sonríe y se oculta detrás de plastas de maquillaje multicolor, cuando no de una hermosa nariz roja de payaso, es un lobo disfrazado de oveja.
Frank T. McAndrew, profesor de psicología en el Knox College de Illinois, en un artículo publicado en el portal académico The Conversation en días recientes a propósito de la oleada de “avistamientos” de payasos diabólicos que han tenido lugar los últimos meses en Estados Unidos, Reino Unido y otros lugares del Mundo (México entre ellos), escribió: “…es la ambigüedad inherente que rodea a los payasos lo que los vuelve terroríficos: parecen felices, pero… ¿lo son en realidad? (http://edition.cnn.com/2016/10/03/health/creepy-clown-sighting-psychology/)
Detrás de tales “avistamientos” (una palabra asociada eternamente a los fenómenos paranormales), hay quienes han querido ver una campaña publicitaria, una tendencia propia de la generación de los Millenials (inestables, rebeldes, disruptivos) o tan sólo una moda estúpida al modo de fenómenos tales como el juego Angry Birds, el baile Gangnam Style o el Ice Bucket Challenge. Sea una, otra u otra cosa, perdemos de vista lo esencial.
En una escena trascendental de la película The Godfather Part II, Michael Corleone pregunta a su madre si se puede perder a la familia cuando se ha hecho todo por protegerla, queriendo justificar con ello su intención de asesinar a su hermano Fredo, quien lo ha traicionado. Ella responde: “Nunca se pierde a la familia. Nunca”. Corleone entonces asiente con la cabeza y baja la mirada. Y por lo bajo musita: “Tempi cambi”.
Durante lo que fue mi infancia –y estoy seguro que también en la de Christopher Domínguez Michael– un payaso era la salvación, el madero que sobrevivía y flotaba en un naufragio, el clavo ardiendo al que aferrarse cuando el suelo de la inocencia comenzaba a derrumbarse.
Hace unos años, una compañía de payasos cuya misión y trabajo en la vida es hacer reír a los demás, pasó por la oficina de una revista de la que fui director. Nos entregaron a todos una máscara, una pequeña máscara, en realidad “la madre de todas las máscaras”.
Perdida la inocencia, hoy la contemplo mientras escribo esto y el títere que mi madre compró en Praga hace unos años y me regaló, aplaude en silencio sin que yo lo manipule.
Es una hermosa nariz roja de payaso.