Diego (dios murió ayer)

Por ANDRÉS TAPIA

Pretender denostar o minimizar el talento de Diego Armando Maradona, ya sea en círculos académicos cerrados, barrios populares, sobremesas casi imposibles en estos tiempos o en las volátiles redes sociales, es un despropósito y equivale a atentar contra el dios de una de las tres principales religiones del Mundo. O, mejor dicho, cuatro, porque nos guste o no el fútbol es la cuarta. Y lo que ocurrió ayer refiere una fascinación sólo comparable a los excesos intrínsecos de una religión.

México fue el escenario en el que Maradona protagonizó su gesta más grande: la consecución del segundo Mundial de Fútbol para Argentina, el más importante, el verdadero y auténtico, porque el primero, el conseguido en la propia casa, ese no cuenta. Acaso porque cuando ocurrió, 1978, la Argentina tenía otras cosas por las que preocuparse: una dictadura militar había sometido al país y sobrevivir era más importante que un campeonato de fútbol.

La Selección Argentina de Fútbol que ganó el Mundial de 1978, se marchó sin pena ni gloria del que tuvo lugar en España en 1982, acaso porque su país perdió una guerra injusta que no tendría que haber tenido lugar, como cualquier otra guerra, la cual fue propiciada por esos mismos militares que desaparecieron, y asesinaron, a miles de personas.

La afrenta, sin embargo, de haber sido derrotada por un país con el que mantenía una relación cordial y hasta cultural (¿por qué demonios se juega Polo en Argentina y se sigue jugando después de la Guerra de las Malvinas?), caló demasiado hondo en una sociedad imperfecta, como todas las latinoamericanas, pero muy de lejos la más avanzada –política, social, intelectual y culturalmente– de toda Latinoamérica.

Diego Armando Maradona llegó a México en 1986 con sólo 26 años de edad. Para entonces ya era un fenómeno del fútbol. Y lo demostró el 22 de junio de ese año cuando, en punto del minuto 55 del partido en que enfrentó a la Selección de Inglaterra, barrió a la mitad de sus adversarios y anotó el llamado “gol de siglo”, un prodigio que nunca nadie olvidará. Como tampoco nadie olvidará su trampa, su triquiñuela, su fechoría, su crimen –uno de los más perversos en la historia del fútbol–, que hoy es conocido pomposa y absurdamente como “La mano de Dios”.

El Estadio Azteca se le rindió a Diego, y también el Mundo. El pibe nacido en un entorno de pobreza había conseguido revertir su destino y no sólo eso: también el de su país. La victoria de la Argentina de Maradona y Bilardo, en tanto ya estaba desprovista de la sombra de la dictadura de los militares, era mucho más prístina que la de Menotti y Kempes. Y no sólo eso: de manera simbólica había vengado la derrota frente a Inglaterra en la Guerra de las Malvinas.

Es sólo que, si se reflexiona, sin esa guerra y esa derrota, Diego Armando Maradona sólo sería un extraordinario jugador de fútbol y no el dios que ayer enlutó al mundo. Sus excesos, sus extravagancias, lo que vino después y acortó su vida, son la consecuencia lógica de haber carecido de la educación más simple para atemperar, domesticar y contener el ego de saberse el jugador de fútbol más grande del Mundo. El argentino que consiguió, a su muy retorcido modo, darle una lección a Inglaterra.

No, no tengo nada en contra de Diego, pero yo no le doy una carta blanca pese a que su muerte me ha consternado. Te puedes escapar de todos los mediocampistas ingleses, de todos los defensas británicos, puedes burlar a Peter Shilton y hacer el gol más grande de la historia. De lo que no escapas es de lo que eres. Y el chico de barrio que eras, que fuiste, que siempre serás, no pudo con la fama, con la soberbia fabricada, con la verdad y la mentira de que eras el más grande, y también un bandido: un cínico bribón que metió un gol con la mano… y se enorgulleció de ello.

Maradona, el diez, el más grande, pese a todo ha conseguido lo que nadie en estos tiempos inéditos que enfrenta el Mundo por causa de la pandemia del virus SARS-CoV-2: desviar la atención del número de contagios, de las cifras de muertos que aumentan cada día, de los discursos de políticos incapaces que de manera oportunista y en ocasión de su muerte, encuentran en ello una distracción para que sus flagrantes errores pasen a segundo plano.

“El fútbol es lo más importante de lo menos importante”, escribió Jorge Valdano, el compañero de Diego que le acompañó a la izquierda en aquella loca e insólita carrera en el Estadio Azteca, a la espera de que el más grande del Mundo le cediese la pelota.

A 36 años de distancia de la gesta y trapacería que hicieron inmortal a Diego Armando Maradona, una tarde de verano soleada y maravillosa en el Estadio Azteca de la Ciudad de México, el pibe que nació en un potrero acaparó de nuevo los reflectores y le quitó a Donald Trump, a Andrés Manuel López Obrador, a Jair Bolsonaro, a Boris Johnson, la oportunidad de seguir imponiendo la agenda mundial en un momento inédito de la historia en que han muerto 1,427,873 personas en el planeta Tierra.

Lo bueno y lo malo que hizo Maradona el 22 de junio de 1986, ha quedado claro que nunca habrá de olvidarse. Lo que hizo ayer, al morirse, en un momento inédito en la historia de la humanidad, ojalá trascienda y derribe a los dictadores que hoy están pateando al Mundo. Ese tipo de individuos con los que Diego solía amigarse.

Dios no es argentino, ni judío, ni católico, ni musulmán. Dios, en realidad, no existe. Lo contrario es imaginar que alguna vez existió.

Y quizá ayer existió. Y también, ayer, murió.