A Diego Armando Maradona le tomó 26 años ganar la Copa del Mundo; a Messi, casi diez más. Al día de hoy, empero, los excesos, irregularidades, delitos y trampas cometidos por Maradona, de todos los cuales existe evidencia y registro, no han servido para condenarlo y enviarlo al calabozo de la historia. Messi, en cambio, ya ha sido tachado de corrupto y de ladrón

Por ANDRÉS TAPIA

Por ANDRÉS TAPIA

Pretender denostar o minimizar el talento de Diego Armando Maradona, ya sea en círculos académicos cerrados, barrios populares, sobremesas casi imposibles en estos tiempos o en las volátiles redes sociales, es un despropósito y equivale a atentar contra el dios de una de las tres principales religiones del Mundo. O, mejor dicho, cuatro, porque nos guste o no el fútbol es la cuarta. Y lo que ocurrió ayer refiere una fascinación sólo comparable a los excesos intrínsecos de una religión.

México fue el escenario en el que Maradona protagonizó su gesta más grande: la consecución del segundo Mundial de Fútbol para Argentina, el más importante, el verdadero y auténtico, porque el primero, el conseguido en la propia casa, ese no cuenta. Acaso porque cuando ocurrió, 1978, la Argentina tenía otras cosas por las que preocuparse: una dictadura militar había sometido al país y sobrevivir era más importante que un campeonato de fútbol.

Por ANDRÉS TAPIA // Fotografía: GETTY IMAGES

En la geometría euclidiana un teorema reza que “la distancia más corta entre dos puntos es una línea recta”. A partir de una simple asociación de ideas, la memoria de los seres humanos debería operar bajo este axioma perfilado por Euclides. Los recuerdos, sin embargo, suelen encadenarse de una manera extraña en la que un atajo no significa necesariamente un sendero más corto, sino un largo y accidentado camino que debe recorrerse para llegar a un instante que en apariencia se ha perdido en el tiempo.

Cuando era niño tuve un amigo llamado Fernando. Estudiamos juntos en las escuelas primaria y secundaria y, luego de ello, pese a lo cercano y entrañable de nuestra relación, cada uno siguió su camino luego de haber permanecido en contacto estrecho por espacio de nueve años.

Por ANDRÉS TAPIA

“Quitaos la ropa, chavales, aunque el clima sea malo. Y si por desgracia alguno de ustedes tiene que caer, hay peores cosas en la vida que una caída sobre los brezos. La vida en sí misma no es otra cosa más que un juego de fútbol”. 

Sir Walter Scott

César Delgado corrió como un demonio por la banda derecha. Penetró al área grande justo por la esquina y, con un movimiento impredecible, quebró la cintura de dos defensas que, inertes, cayeron fulminados en el césped. Luego alargó la pelota con la punta del pie, casi con la delicadeza de un billarista a tres bandas –tuvo que hacerlo así para dejar sin oportunidad al portero de los Jaguares de Chiapas– y la metió al arco. No sé cómo ni por qué, pero en ese momento volví a un pasaje de mi infancia, un pasaje que, aunque ruinoso, de alguna extraña manera se mantenía en pie.

Por ANDRÉS TAPIA // Fotografía: EFE

A mis hermanos, el de sangre y el de vida: Pablo y Roberto

Durante la segunda mitad de septiembre y los primeros días de octubre del año 1991, un chico que recién había cumplido seis años aprendió de primera mano cómo funcionaba el fuego de artillería. El Ejército Popular de Yugoslavia (JNA, por sus siglas en serbo-croata), apoyado por una facción de serbios-croatas llamada SAO Krajina, se enfrentó a la Guardia Nacional Croata (ZNG por sus siglas en croata), la cual recibió apoyo de la policía local, en el contexto de lo que se denominaría la Guerra Croata de Independencia.

El chico vivía en la ciudad de Zadar, una pequeña villa situada en el Mar Adriático, que en ese momento era un objetivo importante del JNA que buscaba levantar el cerco que habían establecido las informales fuerzas militares de Croacia (formadas mayormente por la policía y un grupo de voluntarios) sobre los cuarteles federales de la República Popular Socialista de Yugoslavia, los cuales albergaban una gran cantidad de equipo militar pesado que los croatas necesitaban con desesperación para pelear por su independencia.

Por ANDRÉS TAPIA

En la mitología griega, Sísifo —el astuto rey de Corinto, ladrón consumado y embaucador por excelencia—somete a Tánatos (dios de la muerte) cuando éste se presenta ante él para hacerle pagar una afrenta perpetrada en contra de Zeus, y lo encadena. En consecuencia, durante algún tiempo nada ni nadie puede morir.

Hades, guardián del inframundo y hermano de Zeus, impreca a éste y le exige libere a Tánatos. Zeus envía entonces a Ares, dios de la guerra, a cumplir con este cometido; tras conseguirlo, Sísifo es enviado al inframundo. Pero el rey de Corinto, anticipando una situación así, tiempo antes había solicitado a Mérope, su esposa y una de las siete Pléyades, que cuando muriese dejase insepulto su cuerpo y no le ofreciese ningún ritual funerario.

Sísifo se queja ante Hades por las omisiones de Mérope y solicita su venia para volver a la vida y castigarla por ello. Pero Sísifo no tiene intenciones de regresar al inframundo. Y no lo hace hasta que, después de muchos años, muere por segunda y definitiva ocasión.

Por ANDRÉS TAPIA // Fotografía: YONHAP / EFE

Son Heung-Min ha anotado tres goles en dos copas del Mundo: la de Brasil 2014, en la que marcó un tanto en la derrota de Corea del Sur frente a Argelia por 4-2, y en la actual, que se celebra en Rusia, y en la que perforó en los minutos finales las porterías de las selecciones de México y Alemania.

Son, que juega profesionalmente en el Tottenham Hotspur de la Premier League, es también integrante de un seleccionado que no figura en los anales de la élite del fútbol global y cuyo mejor resultado fue un tramposo y condescendiente cuarto lugar en el Mundial que se celebró alternativamente en Japón y Corea del Sur el año 2002.

Por ANDRÉS TAPIA // Fotografía: TWITTER @CH14_

El 5 de mayo de 1862, el ejército de México, al mando de los Generales Ignacio Zaragoza y Porfirio Díaz, logró repeler y derrotar al ejército francés, el cual era comandado por Charles Ferdinand Latrille, Conde de Lorencez, en lo que se conoce como la Batalla de Puebla, una de las efemérides más celebradas en los libros de historia del país.

Compuesto por tropas que lo mismo eran militares de carrera y formación, así como civiles y facciones paramilitares opuestas que, ante la invasión de Francia, dejaron de combatir entre ellas para defender a la República, algo menos de 5,000 mexicanos enfrentaron a un ejército formado por cerca de 6,000 hombres, y en cuyo palmarés su última derrota había tenido lugar casi medio siglo atrás en un lugar llamado Waterloo.

Por ANDRÉS TAPIA // Fotografía: EFE: IGNACIO GRIMALDI

A Silvina Maricel: amiga accidental, hermana por nacimiento

Me llamo Andrés, igual que tú, aunque ese nombre, para ti, sólo aparezca en tu certificado de nacimiento y algunas veces en la memoria de algunos cronistas deportivos que, por un defecto de profesión, suelen citar a la historia con todas sus letras. Lionel, o sólo Lio, el primer nombre de tu nombre o su apócope —ambos los salvoconductos con los que habrás de cruzar, un día, las puertas de la historia—, tengo algo que preguntarte… ¿harás, por fin, campeona a la Selección de Argentina?

Antes de que te meses el cabello, bajes la cabeza, mires el suelo y luego, a modo de defensa, exhibas una sonrisa a media asta, vendría bien que supieras que yo no te estoy exigiendo nada: no soy argentino, tampoco un fanático del fútbol y Barcelona y el Barcelona no son mi segunda patria ni mi equipo alterno internacional favorito. Luego entonces, mi pregunta impertinente no es sarcástica ni irrespetuosa: tan sólo aventura la idea de saber qué se siente ser el depositario de una responsabilidad tan grande que alberga, a un mismo tiempo, la alegría o tristeza de un país.

Por ANDRÉS TAPIA

A mi amigo Tenoch López: el pasado es prólogo

Gravitaba en una silla como un planeta que no había nacido jamás. La última vez que la vi, me pareció que recién había tomado un masaje en un spa de Islandia… así la imaginé. Cubierta del cuello a los pies con un albornoz infame, Alicia tenía los ojos cerrados, pero en realidad estaba despierta. Tan sólo tenía miedo de atisbar el futuro, su futuro, que ya no era mucho.

Semanas antes, en ocasión de Navidad, en una tienda de mascotas le compré un ave anaranjada. Le gustaban los canarios y los jilgueros, y en mi memoria, siendo niño, puedo recordarla todas las mañanas —mientras yo engullía en su cocina tostadas de pan con mermelada de fresa— silbándole a aquellos pájaros que, en un extraño código que nunca descifré pero que se parecía a la música, prodigiosamente le respondían.

Por ANDRÉS TAPIA

A mi hermano Pablo. A mi primo Tavo. A mis amigos Roberto, José Ramón, Rogelio e Iván…

Alguna vez, Björk definió al fútbol de la siguiente forma: “El fútbol es un festival de la fertilidad: once espermas tratando de alcanzar el óvulo… Siento pena por el portero”. Citar las palabras de la cantante islandesa no es un acto oportunista en coincidencia con la primera ocasión en que la selección de Islandia participará en una Copa del Mundo: de alguna retorcida, estrafalaria y genial manera –tal y cual es ella– definen el oficio, el arte y la posición de un arquero.

Björk, sin embargo, no fue la primera en advertir la soledad a la que está sometido el único jugador que puede hacer uso de sus manos en el campo de juego. En Speak, memory, un libro de memorias publicado en 1951, Vladimir Nabókov definió a la figura del portero de la siguiente manera: “El portero es un águila solitaria, un hombre misterioso, el último defensor. Más que un guardián de la portería, es el guardián de los sueños”. Nabókov aludía a su tiempo como guardameta en el equipo Trinity College de la Universidad de Cambridge a inicios de la década de 1920.