Por ANDRÉS TAPIA

Pablo Escobar yace junto a mí, en el tejado de un edificio en Medellín. Postrados bocabajo, creo recordar que ambos tratamos de esquivar los disparos que una tropa de élite nos prodiga a discreción. Pero no percibo el sonido de las balas, tampoco el olor a pólvora, y mucho menos la sensación de temor.

El edificio tiene cuatro, cinco pisos, no demasiados pero sí suficientes para causar la muerte de alguien que cayese de ahí. Veo los pies descalzos de Escobar, sus vaqueros desteñidos y su polo color azul marino. No veo su rostro.

Por ANDRÉS TAPIA

En la década de 1970 mi padre gustaba de asistir a una taquería situada en un mercado en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Los tacos que ahí cocinaban exhibían, al menos para mí, cierta peculiaridad: a diferencia de los que preparaba mi madre, carecían de crema y queso y sólo estaban cubiertos de salsa picante, verde o roja, a gusto del comensal.

A despecho de mi padre, a mí no me gustaba la salsa picante. Supongo que por ello, la única ocasión que recuerdo haberlo acompañado a esa taquería, yo no comí. Y no me hacía falta: papá me había llevado previamente a un sitio que aún existe y aún frecuento en el que la especialidad son las tortas (bocadillos) de pavo.

Por ANDRÉS TAPIA

Se jugaba el Tie Break. El tablero marcaba 6-2 a favor de Juan Martín del Potro quien, además, tenía su servicio. El argentino sirvió una pelota violenta a la zona izquierda, pero Novak Djokovic consiguió devolverla. El juego continuó por esa banda, dos pelotazos, hasta que del Potro cambió la cadencia y atacó el flanco izquierdo del serbio, quien trompicándose llegó a la pelota y la devolvió magistralmente. Del Potro entonces la cruzó al lado contrario. Lenta, dramáticamente la bola golpeó la red y pasó. Djokovic se convirtió en piedra.

Del Potro no hizo aspavientos. En su rostro no había euforia sino incredulidad. Se quitó la bandana con desgano, caminó hacia a la red y se encontró con un Djokovic que, en lugar de estrecharle la mano, lo abrazó.

Por ANDRÉS TAPIA

En el episodio nueve de la temporada número uno de la serie de televisión Better Call Saul, Mike Ehrmantraut (Jonathan Banks), un ex policía que trabaja como dependiente en un estacionamiento, y Daniel “Pryce” Wormald (Mark Proksch), vendedor especializado de una compañía farmacéutica que roba lotes de pastillas y los vende a un narcotraficante, sostienen el siguiente diálogo.

Mike: La lección es: Si vas a ser un criminal, haz la tarea.

Pryce: Espera, no soy un tipo malo.

Mike: No dije que fueras malo. Dije que eres un criminal.

Pryce: ¿Cuál es la diferencia?

Por ANDRÉS TAPIA // Fotografía: COMIC BOOK RESOURCES

Existe un libro llamado Whoever Fight Monsters. My Twenty Years Tracking Serial Killers for the FBI. La mitad del título está inspirado en un aforismo de Friedrich Nietzsche extraído de Así hablaba Zaratustra: “Quien combate con monstruos debería evitar convertirse en uno en el proceso. Cuando miras fijamente el abismo, él también mira dentro de ti”. El autor del libro (en coautoría con Tom Shachtman) es Robert K. Ressler, un ex agente del FBI que trabajó cerca de 20 años en el buró analizando escenas de crímenes, elaborando perfiles psicológicos de asesinos seriales y, en menor medida, negociando la liberación de rehenes. A él se le atribuye haber acuñado la expresión “asesino serial”.

Por ANDRÉS TAPIA

Me detuve fuera del Palacio de Westminster, justo en la entrada del estacionamiento utilizado por los Lords y los Commons. Un policía –alto, delgado, portador de un bigote discreto– hacía guardia mientras mantenía una pose que me pareció típica y naturalmente británica: sus manos estaban entrelazadas detrás de su espalda; su mirada escudriñaba el horizonte.

Era mi primera vez en Londres, en Gran Bretaña, y excepto algunos lugares comunes no tenía idea de nada. Le pregunté:

–¿Qué tan lejos está Abbey Road de aquí?

–Muy lejos, amigo –respondió.

Por ANDRÉS TAPIA

Es una noche tranquila. Salgo del trabajo, camino por ahí, decido ir a un bar. Es un bar familiar, conocido, estuve ahí hace dos noches. Pero no quiero beber un trago, no es eso lo que me motiva, tan sólo quiero pasar al baño y orinar. Y también quiero encontrarme con Salvador y María Luisa, dos amigos entrañables. Sé que están ahí, quiero que estén ahí. Pero no están.

Nadie me franquea la entrada, no hay gente, quizá porque es lunes. El recuerdo de Salvador y María Luisa es una pintura gótica que sólo existe en mi mente, un recuerdo, quizá un deseo, pero no más. Me dirijo al baño y atravieso el salón donde debería estar la barra, el bartender, la música y el aire lleno de conversaciones. Pero no hay nada, el salón está vacío, como si la historia nunca hubiese tenido lugar ahí.

Por ANDRÉS TAPIA

Rick Blaine no podía enamorarse de ella. No se lo permitían el despecho ni el guion de Julius J. Epstein, Philip G. Epstein y Howard Koch. Pero ni el sentimiento ni los escritores le pusieron objeciones para que la mirase, desease y sedujese, con tal de paliar el recuerdo de Ilsa, aquella mujer nacida en Noruega de la que se enamoró en París el año de 1940 y la cual lo abandonó sin darle explicación alguna.

Yvonne era, pues, la segunda, la amante de adorno, el refugio en el cual podía guarecer su corazón roto y su ego maltrecho. Y no sólo eso: en términos dramáticos Yvonne representaba el contrapunto necesario para enfatizar la pasión de Rick por Ilsa: sin ella, el tipo rudo no consigue la justificación para su carácter, la emancipación necesaria para beber un whisky tras otro, y mucho menos el aura casi poética del macho alfa abandonado que, pertrechado en el encono de su amargura, halla en esto el pretexto justo para cometer tropelías y exigir en silencio ser rescatado.

Por ANDRÉS TAPIA // Fotografía: AP

Todavía estoy esperando que todos ustedes respondan a mi invitación para conectarnos en LinkedIn. Pero sé que tienen trabajo que hacer… y eso es lo que nos tiene aquí esta noche.

Estoy consciente de que hubo tiempos en los que tuvimos diferencias, lo cual es inherente a nuestros roles institucionales –y eso es verdad para cada presidente y los corresponsales y periodistas que lo acompañan–; sin embargo, siempre hemos compartido la misma meta: enraizar nuestro discurso público en la verdad, abrir las puertas de la democracia y tratar, con todo lo que esté a nuestro alcance, de hacer de nuestro país y de nuestro mundo lugares más seguros y más justos. Y debo decir que siempre he admirado el papel que, en tanto compañeros de viaje, han desempeñado en la consecución de estas metas.

Por ANDRÉS TAPIA

El doctor Mehran Tavakoli Keshe, de acuerdo a la biografía que sobre él aparece en la página de Internet de la fundación que lleva su nombre, es un ingeniero nuclear especializado en sistemas de control de tecnología de reactores, graduado por el Queen Mary College de la Universidad de Londres. Keshe habría nacido en Irán en 1958 y es hijo de un ingeniero en Rayos X.

Por ANDRÉS TAPIA

Pasa de la medianoche y cedes al impulso de verificar el espacio restante en la memoria de tu computadora: te restan 100.21 gigabytes libres de 249.8 originales. Tu computadora, que hace dos horas frotaste con un paño y un líquido especial para mantenerla limpia, no serviría de gran cosa para albergar los 2.6 terabytes de metadatos que suponen el universo de la filtración, investigación periodística o estratagema política que hoy se conoce como The Panama Papers.

Por ANDRÉS TAPIA

Más de una vez, el periodista mexicano Carlos Puig ha asegurado que hay ocasiones en que las columnas se escriben solas.

Es martes, 29 de marzo, y en la Ciudad de México pasan de las 14:00 horas. La temperatura raya en los 27 grados Celsius. No soy feliz, pero hoy me siento feliz, y quizá por ello suelto en silencio una carcajada cuando me entero, a través del periódico Reforma de la Ciudad de México, que un hombre llamado Alexander Caviel –británico, 21 años, de profesión asesor financiero y oriundo de Chelmsford, Essex– se fue de juerga, bebió una docena de shots de un coctel llamado Jagerbombs –más unos cuantos tragos de champagne y Amaretto Disaronno– y terminó su borrachera a 1448 kilómetros de donde la inició: ¡en Barcelona, España, sin haber tenido conciencia de cómo llegó ahí!

Los doce mexicanos más pobres: el Lado B de la lista de millonarios
Ahora en cuadernosdobleraya.com

Por ANDRÉS TAPIA

¿Qué balance hace Kate del Castillo desde el punto uno –digamos ubiquemos el asunto en el tweet que mandaste al Chapo Guzmán–, a lo que ha pasado todo este tiempo y el momento qué vives? ¿Qué balance puedes hacer hoy?

La pregunta la formula la periodista mexicana Carmen Aristegui. Su entrevistada, la actriz –también mexicana, bueno, hoy por naturalización también estadounidense– Kate del Castillo, descrita por Diane Sawyer y el programa televisivo 20/20 de la cadena estadounidense ABC como una “latina superstar” (supongo que al decir superstar suponen que está a la altura de Meryl Streep, Juliette Binoche o Helen Mirren), suspira (o parece que suspira, en realidad a mí me parece que está tratando de inhalar oxígeno porque la realidad la está ahogando).

Por ANDRÉS TAPIA

El tipo está desnudo del torso. Tiene los ojos cubiertos con cinta adhesiva industrial de color plata y las manos esposadas al frente. Al fondo, sobre la pared, se percibe un círculo de luz que sugiere, junto con el brillo de la piel del hombre, que hay un spot dirigido hacia él. En torno suyo, cuatro hombres encapuchados y con uniformes de tipo militar le rodean. Uno de ellos le interroga:

–¿Cuál es tu nombre?

–Manuel Méndez Leyva.

–¡Repítemelo!

–Manuel Méndez Leyva.

Por ANDRÉS TAPIA

En la última página de El corazón de las tinieblas, Joseph Conrad hace decir a Charlie Marlow, el protagonista y narrador de la historia, lo siguiente: “Me parecía que la casa iba a derrumbarse antes de que yo pudiera escapar, que los cielos caerían sobre mi cabeza. Pero nada ocurrió. Los cielos no se vienen abajo por semejantes tonterías”. Conrad alude con esta frase a un aforismo en latín: Fiat justitia, ruat coelum (Que se haga justicia, aunque los cielos caigan).

Marlow la pronuncia tras escuchar los ruegos de la prometida del agente Kurtz, quien desea saber cuáles fueron las últimas palabras de éste antes de morir («Repítalas”, murmuró con un tono desconsolado. “Quiero… algo… algo… para poder vivir”). Marlow le dice que la última palabra que pronunció fue el nombre de ella. Pero está mintiendo. Las últimas palabras de Kurtz fueron: “¡Ah, el horror! ¡El horror!”.

Por ANDRÉS TAPIA

En una escena de la cinta El Padrino Parte III, Michael Corleone sostiene una charla con el Cardenal Lamberto, un personaje ficticio que en la historia de Mario Puzzo y Francis Ford Coppola alude a Albino Luciani, el nombre real del 263º Papa de la Iglesia Católica Romana, quien se negó a ser coronado y cuyo pontificado como Juan Pablo I tan sólo duró 33 días debido a su repentina y extraña muerte.

Corleone acude con Lamberto por consejo de don Tomasino, viejo amigo de su padre y consejero suyo, en la circunstancia de saberse estafado en la adquisición de un poderoso conglomerado de negocios por un grupo de conspiradores cuyos miembros forman parte de la Iglesia, la Mafia y los más altos círculos financieros de Europa, entre los que se incluye al Banco del Vaticano.

Por ANDRES TAPIA // Fotografía: CUARTOSCURO

Javier Duarte de Ochoa es el gobernador del estado mexicano de Veracruz, el cual se sitúa en la costa este del país y abarca buena parte de la zona sur del Golfo de México. Fue electo el 4 de julio de 2010, y declarado ganador oficial de la contienda el 26 de octubre del mismo año, luego de una serie de impugnaciones promovidas por su contrincante más cercano, Miguel Ángel Yunes. Las cifras para uno y para otro fueron de 1,357,705 votos, y 1,278,147.

Duarte de Ochoa es un hombre obeso, con calvicie incipiente, que ostenta una sonrisa tan tímida que nunca acaba de ser tal y por lo tanto puede ser declarada como cínica o falsa. La línea recta de su boca pocas veces –o nunca– se curva cuando sonríe. Sin embargo, al estar enmarcada por dos mejillas generosas y un par de hoyuelos infantiles, uno tiene que conceder –aunque la evidencia no parezca suficiente– que el hombre está sonriendo. O que al menos finge sonreír.

Por ANDRÉS TAPIA // Fotografía: AFP

Afganistán es un país extraño y reciente, por más antiguas que sean las planicies y las montañas que comprenden su geografía. Fundado en 1747 por Ahmad Shah Durrani –quien unificó a las tribus Pashtun–, los lugares comunes de la memoria colectiva apenas lo aluden a partir de la invasión de la otrora URSS (1979), y de la guerra emprendida en contra del régimen Talibán que lideraron los Estados Unidos tras los atentados del 11 de septiembre de 2001.

La esperanza de vida de un habitante de Afganistán es de casi 51 años, una tasa bajísima que ubica a esa nación del sur-centro de Asia, en el sitio 222 del Mundo, es decir, sólo por arriba de Guinea-Bissau y Chad.

Por ANDRÉS TAPIA

El más pleno de los ejercicios democráticos convirtió a Enrique Peña Nieto en el presidente de México el año 2012. Poco más de 19 millones de personas votaron por él, mientras que su contrincante más cercano, Andrés Manuel López Obrador, recibió casi 16 millones de votos.

Más allá de las trapacerías que seguramente llevó a cabo el Partido Revolucionario Institucional para arropar la elección de Peña Nieto y así granjearse votos de manera ilegal –prácticas éstas endémicas que mantuvieron al partido tricolor durante cerca de 70 años en el poder antes de ser derrotados por el derechista Partido Acción Nacional el año 2000– quizá sería prudente reconocer que, incluso sin tales ardides, el ex gobernador del Estado de México habría triunfado en la elección.