Por ANDRÉS TAPIA // Fotografía: DANIEL SCHWEN

Triste la mirada de Jennie sobre la ventana; me habría dicho minutos antes: “Se fue, no está más, es inalcanzable para ti”. Pero no subí los catorce escalones que median entre la calle y su apartamento ni llamé a su puerta dos veces ni le estreché la mano ni me arrepentí ni le dije nada. Y es que ya sabía que Sydney la había visitado la noche anterior, la dulce pelirroja Sidney, con sus pecas amables en el rostro y sus tetas extraordinarias, tan linda, y seguro le había contado de su paseo en bote con Jeremiah por la bahía, de lo felices que eran mientras la brisa desnudaba sus cuerpos desnudos y ya requemados por el sol, de las cuatro veces que hicieron el amor y los once orgasmos que tuvieron, pero, sobre todo, de la visión de Jacko apostado en el Golden Gate, extraviados los ojos en la perspectiva de San Francisco…

—¡Jacko! ¡Hijo de puta!

Por ANDRÉS TAPIA

Tomé un tren en la estación Zoologischer Garten de Berlín. Era la tarde casi fría del 23 de septiembre del año 2003. Con más de 18 millones de votos, Gerhard Schröder, el abanderado del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD), había sido reelegido nuevamente Bundeskanzler de Alemania. Dieciocho millones de votos eran demasiados, pero no habrían sido nada sin la ayuda de un partido incipiente, en apariencia insípido, pero contundentemente disruptor: Die Grünen (Los Verdes).

El Nachtzug (tren nocturno) arribó a la estación y lo abordé con sentimientos encontrados: Yolanda Yebra, entonces mi editora en el periódico Reforma de la Ciudad de México, me había escrito un e-mail horas antes: “Y ahora quiero un texto sobre el día después”. Hasta ese momento, mi cobertura sobre las elecciones federales del año 2002 había rayado en la perfección… hasta ese momento. No tenía un texto, tampoco la previsión de hacerlo: ni por mí, ni por ella, ni por el diario. Tú te habías presentado, la noche anterior, en la Max-Schmeling-Halle de Berlín, y yo había renunciado a verte en la consciencia de que la elección sería muy cerrada y que habría de decidirse a horas muy tempranas de la madrugada del día siguiente.

Por ANDRÉS TAPIA

Me llamo… no, mi nombre no importa ahora. Hace tanto tiempo que no lo escucho de voz alguna que quizá ha dejado de importarme. O tal vez no lo recuerdo.

Salí de mi casa una tarde, una noche o una mañana… eso tampoco lo recuerdo. Pero tengo la certeza de que me dirigía a un sitio al que no llegué o del cual jamás volví.

Cogí mi mochila, un portafolio, la vieja y barata maleta deportiva en la que guardé mis herramientas, mis papeles, tres tortillas casi duras y una fotografía de alguien a quien creo recordar amé profundamente.

Por ANDRÉS TAPIA

Cuando los hombres orinamos tenemos una inevitable propensión a mirar la pared, aunque eso sólo ocurre cuando se trata de un baño público. Es así porque los mingitorios están empotrados al muro, y a menos que se quiera mirar otra cosa o cerrar los ojos, no hay manera de evitarlo.

Se diría que poco hay que ver en una pared cuando la naturaleza nos hace un llamado, pero, aunque parezca absurdo, es más que cierto que la imaginación masculina es proclive a quitarse las cadenas en las circunstancias más impensables.

En lo personal, recuerdo con cierta insana fascinación haber descubierto en el mosaico del baño de un periódico en el que trabajé, a un hombre barbado, con un quepí en la cabeza, que miraba con indecible serenidad a las estrellas y que según mis desvaríos “micciosos” poseía la nacionalidad turca.

Por ANDRÉS TAPIA

Daría cualquier cosa porque las palabras que dan título a esta columna fuesen mías. No lo son. Pertenecen a Joaquín Sabina y se complementan con el siguiente verso: “…y a los niños les da por perseguir el mar dentro de un vaso de ginebra…”

Sabina las escribió en 1980, el año en que John Lennon fue asesinado, tiempo en el cual el movimiento contracultural denominado “la Movida Madrileña” surgió para apuntalar la transición de la España postfranquista, y de paso inoculó del germen del idealismo a la propia España y, un poco más tarde, a Hispanoamérica.

De otro modo –acaso el modo del narrador, de ese al que no le es dado entrometerse sino apenas observar–, Sabina también formó parte de dicho movimiento. Muerto el dictador, el padre autoritario e intransigente que hizo de España un accidente en la geografía de Europa, había que organizar una fiesta. Y así ocurrió.

Por ANDRÉS TAPIA

Al final del capítulo “La sonrisa de Karenin”, de La insoportable levedad del ser, Milan Kundera escribió: “El tiempo humano no da vueltas en redondo, sino que sigue una trayectoria recta. Ese es el motivo por el cual el hombre no puede ser feliz, porque la felicidad es el deseo de repetir”.

Siendo niño, en una pendiente situada a un costado de Los Pinos, la residencia de los presidentes de México y la cual se localiza en el Bosque de Chapultepec de la capital del país, descubrí un pasatiempo vinculado de manera muy estrecha con el concepto de la felicidad acuñado por Kundera. Sin fuerza suficiente ni músculos para poder escalar la pendiente, solía empujar una bicicleta a pie hasta el sitio en que una puerta metálica resguardada por dos soldados impedía continuar con el ascenso; luego, me montaba en ella para dejarme caer a una velocidad insospechada.

Por ANDRÉS TAPIA

A Cyn, ella sabe porqué…

El cielo estaba encapotado de nubes grises cuando la voz serena del capitán del vuelo 1029 de Delta Airlines, susurró a través de los altavoces: “Tripulación: 3,000 pies”. Esas palabras son un código y llanamente significan que el aterrizaje es inminente en tanto restan sólo 914 metros para tomar la pista. A esa mínima altura, sin embargo, los alrededores del Aeropuerto Internacional JFK de Nueva York no eran visibles.

Repentinamente, como quien despierta de un sueño, la mancha urbana que rodea el aeropuerto apareció en el horizonte bajo. El capitán sacudió las alas del avión para alinearlo en la pista, pero la humedad, el calor y el viento estaban en su punto más álgido. Cuando dejó de escucharse la aceleración de los motores, la aeronave escoraba a babor. En otras palabras: no sería un aterrizaje simétrico. La parte izquierda del tren de aterrizaje tocó tierra primero y, en consecuencia, cuando la derecha hizo lo mismo, al avión se sacudió. Sin ceder al pánico temí lo peor. Y sólo pude pensar en John Lennon.

Por ANDRÉS TAPIA

Tú cruzarás la calle un día perdido de tu niñez. Si lo recuerdas bien, persigues un balón que amenaza con fugarse del barrio y al hacerlo te convertirás inadvertidamente en un criminal: tu padre te prohibió no descender jamás de la acera si no es en su presencia. Correrás el riesgo, como se corren los riesgos cuando se tienen siete años: en plenitud de la inconsciencia, con una gorra de béisbol en la cabeza y la inocencia todavía intacta. La muerte, te han dicho, es algo que alguna vez ocurrirá, pero tú serás eterno.

Son los días postreros del verano, una tarde llena de sol. Al otro lado de la calle vive Carmen, la que será tu primer amor, la niña a la que habrás de olvidar cuando termine tu infancia y a la que hoy, en este futuro al que eres incapaz de proyectarte, recordarás como si fuese un trozo del naufragio en el que ahora, mañana, dentro de 42 años, se ha convertido tu ciudad.

Rueda el balón mientras Armando, Aarón, Martín y Miguel Ángel, los amigos más antiguos que recordarás, te gritan “pásalo, pásalo”, pero en la recién nacida soberbia de tu individualidad, esa virtud endémica de los habitantes de una metrópoli, hallarás el recuerdo de tu futuro mientras se implanta en tu alma, a un mismo y absurdo tiempo, un miedo irracional a la soledad.

Por ANDRÉS TAPIA

Durante la Segunda Guerra Mundial, el sonido de sirenas solía anunciar a los habitantes del Reino Unido la llegada inminente de un escuadrón de bombarderos alemanes. La gente corría a los refugios subterráneos, si estos se hallaban cerca, o buscaba cobijo donde pudiera hallarlo. Para desmoralizar más a la población e infundirle miedo, los raids aéreos tenían lugar durante la noche o la madrugada.

Desde hace unos años, la Ciudad de México dispone de una tecnología que en cierto modo imita el sonido de las sirenas que despertaban a los británicos y les recordaban que estaban en guerra. Colocadas estratégicamente, una serie de bocinas se activan cada vez que el Servicio Sismológico Nacional detecta un movimiento inusual de las capas tectónicas del país y emite una alarma.

Cual si fuera un mantra, y emitida con el tono de gravedad que la situación amerita, una tarde o una mañana la capital de México puede escapar de su rutina al influjo de sólo dos palabras: “Alerta sísmica”.

Por ANDRÉS TAPIA

En un país en el que se han cometido 293,607 homicidios desde el año 2000 hasta el mes de julio de 2017, besar a los muertos no es el punto climático de la secuencia de un drama hollywoodense, sino un acto insólito que amenaza devenir en costumbre.

Una fotografía que fue la portada de un tabloide mexicano el pasado miércoles 30 de agosto, muestra a una chica de hinojos, postrada sobre el cadáver de un joven de 16 años, que besa los labios de un rostro inerte y ensangrentado.

El titular del diario fue “¡Último beso!”, y en su narrativa definió al chico como un “halcón”. En el argot del México de los últimos tiempos: un vigilante al servicio de una organización criminal.

Por ANDRÉS TAPIA // Fotografía: EFE-DAVID ARMENGOU

Las que se presume fueron las últimas cargas de caballería que registra la historia, tuvieron lugar durante la Segunda Guerra Mundial. La primera de ellas el 1 de septiembre de 1939, el día elegido por Adolf Hitler para iniciar la invasión nazi de Polonia.

Una brigada llamada Pomorska –formada  por tres regimientos (dos de lanceros y uno de fusileros montados) compuestos por 6,143 hombres, 5,194 caballos, 12 cañones, 21 tanquetas, una batería antiaérea, un escuadrón de ciclistas, uno de ingenieros, uno de comunicaciones y algunas decenas de operarios–, enfrentó el asedio de la 20ª División Motorizada alemana.

Había transcurrido casi cuatro décadas del Siglo XX, pero en ciertos aspectos Polonia seguía anclada en el XIX. Disponían de una caballería compuesta de 70,000 jinetes, la más numerosa de Europa, la que les había defendido en 1920 de las tropas soviéticas y cuyo origen se remontaba a la época en que el bajito Napoleón lucía como un gigante montado a caballo mientras recorría y sometía buena parte del viejo continente y el norte de África. 

Por ANDRÉS TAPIA

Una frase que se atribuye a Salvador Dalí, asegura: “La diferencia entre los recuerdos falsos y los verdaderos es la misma que con las joyas: siempre es el falso el que parece el más real, el más brillante”.

La sentencia se ajusta a los destellos de la mente de alguien que trastocó la realidad al punto de convertirla en un mundo alterno, no precisamente ideal pero sí fantástico, en el que los relojes se derriten, los elefantes tienen patas de jirafa y un cuerpo mutilado, desnudo y recompuesto ofrece belleza a quien lo mira por razones inexplicables e incomprensibles.

La memoria, sin embargo, posee sus propios códigos, y entre más intrincados y complejos, más certeza ofrecen en torno a la veracidad de un recuerdo.

Por ANDRÉS TAPIA // Foto: PAVEL GOGULAN-INSTAGRAM

El día que Spiderman escaló un rascacielos de la Ciudad de México, un diario estadounidense reveló tres secretos que ya conocías: los superhéroes no existen, los villanos siempre ganan y los políticos son una especie que debería haberse extinguido hace mucho tiempo.

Son días estos en los que el sol vuelve a asomar detrás de las nubes, luego de semanas en las que el gris del asfalto se confundió y pertrechó con y bajo el gris del cielo. Las tormentas cayeron –un día sí y otro también– como si fuesen maldiciones bíblicas. Y cuando no fue así, una sutil pero infame lluvia londinense se encargó de diluir el azul cerúleo con el que los más optimistas suelen pintar esa cursilería llamada esperanza.

La lluvia, sin embargo, no borró ni lavó el carmesí que todos los días se filtra y escurre en las alcantarillas.

Por ANDRÉS TAPIA // FotoArte: OTÁVIO VIDAL

Uno de los teoremas de la geometría euclidiana asegura que la distancia más corta entre dos puntos es una línea recta. En oposición, un teorema de la geometría proyectiva –sustanciada por la Teoría de la Relatividad de Einstein que sugiere que el espacio-tiempo se deforma en presencia de una masa haciéndole adquirir las propiedades de una geometría no euclidiana– asegura que “dos rectas paralelas comparten una dirección, por lo que a esa dirección también se la conoce como Punto Impropio de esas rectas en las que se encuentra”.

Dicho de otro modo: la curvatura del Universo implica que, en algún momento, dos rectas paralelas habrán de tocarse en ese punto impropio, también conocido como Punto del Infinito.

Por ANDRÉS TAPIA

El 15 de agosto de 1942, sólo unos días antes de que iniciara la Batalla de Stalingrado, mientras en Vichy, Francia, 5,000 judíos eran arrestados y tropas alemanas capturaban el histórico pueblo ruso de Georgiyevsk en las faldas del Caucaso, Marcelin y Francine Dumoulin, una pareja de granjeros suizos, salieron del pueblo de Chandolin, situado en el cantón suizo de Valais, con la intención de llevar a su ganado a pastar en las montañas de la región.

Zapatero y profesora por oficios, padres de siete hijos, Marcelin y Francine tomaron rumbo esa mañana hacia el glaciar de Tsanfleuron. A la distancia, el hermano de uno de ellos les atisbó con unos binoculares. Sería la última persona en verles con vida.

Por ANDRÉS TAPIA // Fotografía: QUINN ROONEY (GETTY IMAGES)

A Ethel, que más que yo ha esperado tanto tiempo por este día

El invierno en el hemisferio sur tiene lugar en el verano del hemisferio norte; es el mes de julio del año 2017. Con temperaturas que descienden más allá de los -50º Celsius, un trozo de hielo de cuatro veces el tamaño de la Ciudad de México se desgaja de la Antártida.

Al dejar de formar parte de la placa continental, muta su nombre al de iceberg, no de isla, pues en rigor no se trata de una zona de masa estable, sino de una porción de hielo susceptible de derretirse y de flotar a la deriva durante un tiempo indeterminado.

Los científicos levantan la mirada al cielo –como si interpelaran a Dios– y se preguntan si este fenómeno tiene que ver con el calentamiento global y los seres humanos somos responsables de ello.

Por ANDRÉS TAPIA

Postrado sobre una piedra, las manos en descanso sobre ésta, la figura de un hombre mantiene su rostro (un rostro plano, inexpresivo, informe y vago) extraviado en algún punto que trasciende los árboles y los edificios que lo rodean. Lo que mira, sin embargo, está más allá de las nubes que cercan estos días el cielo de lo que alguna vez fue llamado la gran Tenochtitlan. Se halla en el infinito, en el universo, en el multiverso o en todo –nunca mejor dicho– eso junto.

No es un hombre en un sentido estricto, sino tan sólo la representación de uno. Una estructura colosal que desde hace 17 años permanece en un sitio conocido como Plaza Necaxa, justo en la intersección de las calles Río Sena y Río Pánuco, en el barrio de la colonia Cuauhtémoc de la Ciudad de México.

Por ANDRÉS TAPIA

Zorayma conduce una Chevrolet Trax. Es una mujer hermosa. Tiene el cabello rizado, la piel morena y dos tatuajes visibles: uno en la nuca, que no puedo descifrar, y otro más en la parte interior del antebrazo izquierdo: un corazón sofisticado y artístico del que cuelgan un par de cintas haciéndolo parecer una bolsa. En la muñeca derecha porta al menos media docena de pulseras de colores distintos, y en su rostro de pómulos altos, unas gafas que lo hacen más egregio y misterioso.

Zorayma mira su teléfono móvil, empotrado en una de las rejillas del aire acondicionado, y mientras oprime uno, dos, tres comandos, lo hace descansar sobre sus piernas mientras a un mismo tiempo atiende el camino. Baja la cabeza, la sube, mira hacia adelante, hacia abajo, oprime otro comando… cuando al fin se convence devuelve el teléfono a la rejilla y perfila sus ojos en el horizonte del sur de la Ciudad de México. El visor de mi iPhone señala que es 15 de junio de 2017 y que las 14:00 horas han quedado siete minutos atrás.

Por ANDRÉS TAPIA

Cuando tenía siete años, Roger Stone participó en un ejercicio electoral en el colegio. Era el otoño de 1959 y John F. Kennedy y Richard Nixon contendían por la presidencia de los Estados Unidos. Los padres de Stone eran republicanos, pero sentían simpatía por Kennedy en tanto era católico como ellos. El imberbe Roger, político precoz, decidió que Kennedy debería ganar a costa de todo. Para ello informó a sus condiscípulos, uno a uno, que una de las políticas de Nixon era instaurar clases los sábados.

Eventualmente John F. Kennedy ganaría en el ejercicio del colegio de Stone. Y en la elección real se convertiría en el 35º presidente de los Estados Unidos.

Por ANDRÉS TAPIA

Hace unos años los ecologistas nos vendieron una imagen cierta, pero chantajista: un oso polar se mantiene en pie sobre un breve trozo de hielo que apenas lo contiene y flota a la deriva. Es la primavera en el Círculo Polar Ártico y eventualmente ese pedazo de hielo va a derretirse. La narrativa tramposa nos hace suponer que el más grande de los osos que habitan la Tierra terminará ahogado. Nada más falso.

Los osos polares son grandes nadadores, tanto que podrían rivalizar con Michael Phelps. Son capaces de nadar por horas, alcanzando una velocidad de 10 kilómetros por hora, y existen casos documentados en los que se les ha visto recorrer hasta 100 kilómetros sin descanso.

Es sólo que, por más poderoso que sea, ningún mamífero terrestre es capaz de nadar eternamente.