Por ANDRÉS TAPIA

Me llamo Andrés, ese es mi nombre. Una palabra de dos sílabas, acento agudo, cuatro consonantes y dos vocales. No muy difícil de pronunciar para nadie, ni siquiera para alguien cuya lengua materna sea el finés, el ruso, el islandés o el alemán. Abre la boca, di “An” y siente como el oxígeno ingresa por tus fosas nasales e inflama las aletillas de tu nariz. Luego –un cuarto de segundo después– toca suavemente con tu lengua tu paladar y suéltala con la violencia que emplearías para dejar caer un mantra lapidario. Y pronuncia “drés”. An – drés.

Por ANDRÉS TAPIA

Todo termina con mi risa.

Sé que dirás que es una risa desorbitada e imperfecta, de dientes amarillentos y comisuras ensangrentadas, sarcástica y mentirosa como el pasado, demente e insólita como el presente. Pero detrás de mis labios aun más imperfectos –en mi realidad siempre cerrados y en tu imaginación abiertos– la sorna, la afrenta y la infamia desfilan salivando gloriosas como… como… –¿qué animal se ríe antes de acometer a sus presas, Bats?– …ah, sí, ¡como hienas hambrientas!

Por ANDRÉS TAPIA

Alguna vez escuché de un amigo periodista con el que coincidí en una revista de música hace ya algunos años, una historia difícil de probar pero no lejana a la realidad. Si mal no recuerdo, surgió a partir de un debate que sostuvimos en torno a la película Santana, American Me?, protagonizada por Edward James Olmos.

Con los modos de una leyenda urbana, mi amigo aseguraba que los migrantes mexicanos que cruzaban la frontera de los Estados Unidos, enfrentaban algo similar a lo que ocurre en un videojuego. Es decir, eran sometidos (y autosometidos) a una serie de pruebas cuyos riesgos iban en aumento conforme avanzaban en su odisea.

Por ANDRÉS TAPIA

Iniciaban los años 80 y las cosas no parecían ir bien. El 8 de diciembre del primer año de esa década, un eróstrata llamado Mark David Chapman asesinó a John Lennon en las afueras del Edificio Dakota, en el Upper West Side de la ciudad de Nueva York.

Yo tenía casi 13 años y mis padres estaban divorciándose. La muerte de John Lennon, consecuentemente, marcó el final de mi infancia y definió el inicio de mi adolescencia. Mi mundo –y el mundo– parecía irse al carajo.

Abatido por sus errores y por la separación de mi madre, mi padre se mudó de ciudad quizá para empezar de nuevo. Es por demás curioso –al menos para mí– que la canción que permeó los afanes del mundo ese invierno se llamase “(Just Like) Starting Over” (Como si empezáramos otra vez).

Por ANDRÉS TAPIA

Hacia finales de la década de 1980 el mundo era una broma.

Y era una broma simple, boba, carente de profundidad. Pero en cambio estaba repleta de una emotividad sorprendente. Vuelvo a esos años y me descubro mirando en televisión dos series que algunos años más tarde la mayoría de la gente habrá olvidado o siemplemente nunca las conoció: Alf y Los años maravillosos.

Por ANDRÉS TAPIA

Ana, Araceli, Eduardo, Elena, José Luis, Kike, Ligia, Malena, Marcelo, María Elena, Maricel… nos vemos pronto en Punta del Este. Y si no, entonces los espero en Berlín.

El final del invierno de 2001, el año en que el Mundo perdería la inocencia a raíz de los atentados del 9/11, viajé a Alemania para participar de una aventura promovida por la Internationale Journalisten-Programme (IJP), una organización civil independiente fundada en 1981 para promover el intercambio de periodistas entre Alemania y el resto del mundo.

Por ANDRÉS TAPIA

José Ramón: Las cosas buenas se hacen en silencio… espero me perdones que hoy tenga que gritarlas.

Juan Silvestre tiene 25 años, pero aparenta menos, quizá 18. Duerme seis horas diarias, a veces menos, pues tiene dos empleos: durante los días es el portero de un edificio de apartamentos de un barrio de moda en la Ciudad de México; por las noches, en cambio, se encarga de cuidar un conjunto de establecimientos comerciales.

Su nombre posee la estética propia de un personaje de una novela de Gabriel García Márquez o de un relato de Juan Rulfo. Y su imagen, la de todos los días, la que exhibe a los habitantes y transeuntes de la calle en la que trabaja, es una imagen de dignidad, respeto y decencia.

Por ANDRÉS TAPIA // FOTOGRAFÍA: KIRA USAGI

Sevaun Palvetzian forma parte de una asociación civil llamada CivicAction, la cual se dedica a promover e implementar acciones en los ámbitos social, económico y medioambiental de la ciudad de Toronto. Ella y yo hemos coincidido en una mesa de discusión cuyo título es “Vivibilidad (sic) y conectividad igual a desarrollo económico. ¿Es verdad en el caso de Toronto?”.

Mientras la escucho hablar, noto que aún lleva su anillo de compromiso, amén de su sortija de casada, una joya en oro blanco con diamantes incrustados. Sevaun habla de sus hijos y de lo conveniente que es que en los entornos urbanos los niños puedan disponer de parques cercanos a sus hogares en los que puedan interactuar con otros chicos y también con sus padres. Toronto es una ciudad bastante verde, con muchas zonas arboladas, pero a sus habitantes no les parecen suficientes.

Por ANDRÉS TAPIA

A Jacobo Salleh, el único amigo con el que sería feliz en una juguetería

Hace algunos años me robé un libro de la Biblioteca Benjamín Franklin de la Ciudad de México, un libro que nunca devolví. Se trata de una edición de 1980 de El arpa de hierba, de Truman Capote, publicada por la editorial Arcos Vergara y que aún hoy –con las pastas casi desprendidas, las hojas amarillentas como la hepatitis más cruel y todavía el sello, el chip metálico y la ficha bibliográfica– me acompaña.

Por ANDRÉS TAPIA

El año de 1988 me perdí en una zona boscosa en las faldas de un volcán conocido como Nevado de Toluca, el cual se localiza en el Estado de México, la región que rodea a la ciudad del mismo nombre. Buscaba un campamento donde se filmaba una película, pero perdí una indicación en la carretera y descendí del autobús en un punto equivocado. En algún momento divisé un sendero, lo seguí; dos horas más tarde estaba absoluta y totalmente perdido.

Por ANDRÉS TAPIA

A Karen, quien erróneamente cree la subestimo

En el prólogo de sus memorias (Erinnerungen, 1969), Albert Speer, arquitecto de Hitler y Ministro de Armamento del Tercer Reich, escribió a propósito de su juicio en Nuremberg:

Jamás se me borrará de la mente un documento que mostraba a una familia judía caminando hacia la muerte: un hombre estaba a punto de morir con su mujer y sus hijos (…). Fui condenado a veinte años de prisión por el Tribunal de Nuremberg (…) La condena, siempre poco adecuada para medir la responsabilidad histórica, terminó con mi existencia burguesa. Aquella fotografía, en cambio, despojo mi vida de toda sustancia. Sobrevivió a la sentencia.

Por ANDRÉS TAPIA

Para Aníbal, él sabe porqué

Más de una vez me he planteado, en el más absoluto de los silencios, qué es lo que restaría de la humanidad –y cómo sería recordada– si, por ejemplo, el día de mañana un meteorito como el que extinguió a los dinosaurios cayera sobre la Tierra y acabase con toda la vida en el planeta.

Como no habría ningún ser vivo para atestiguarlo –y ofrezco disculpas por las visiones apocalíticas de mi imaginación–, me da por pensar que en algún momento una raza de alienígenas llegaría a la Tierra, no para conquistarla, sino tan sólo para averiguar quienes vivían en ella, cómo vivían, qué pensaban, qué querían.

Por ANDRÉS TAPIA

En una vieja canción que habla de una ciudad “invivible pero insustituible”, Joaquín Sabina asegura: “Los pájaros visitan al psiquiatra, las estrellas se olvidan de salir…” En la imaginación (y también en la realidad) del cantautor español, esa ciudad es Madrid, un lugar sorprendentemente (aunque no azarosamente) parecido a la Ciudad de México.

Por ANDRÉS TAPIA

No soy gay. Pero hoy debo reconocer que un día –hace tiempo y de algún modo extraño– me enamoré de Daniel Craig. Ahora bien, cuando digo “de algún modo extraño” matizo mi declaración que en estos momentos debe tener a mi novia, a mi madre, a mi familia, a mis amigos y amigas con una taquicardia cercana a un ataque masivo al corazón: me enamoré de él a partir de su personificación de James Bond en Casino Royale.

Por ANDRÉS TAPIA

A mi amigo Óscar Garduño

Ella despidió a su amor, él partió en un barco en el muelle de San Blas…

–Hay un hombre ahí, en aquel rincón, llorando como un niño.

–¿Un hombre?

–O un niño.

–¿Un hombre o un niño?

–No estoy seguro, pero pidió otro tequila… debe ser un hombre.

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Por FLORENCIA MOLFINO

“… y las puertas se cierran a tu paso;

sólo del otro lado del ocaso

verás los Arquetipos y Esplendores”.

Jorge Luis Borges

Empecé a escribir este texto hace un par de días. Lo dejé reposar como recomiendan los conocedores y, gracias a eso, terminó en la basura. Mi texto anterior decía “Cada tanto vuelvo a los ensayos de Montaigne”. En general, cuando leo sus ensayos me siento reconfortada, pero hace poco descubrí uno que me inspiró cierta furia. Se llama “De la edad”.

sfc-fumaPor SALVADOR FRAUSTO CROTTE

Estaba tirada en el piso, bocabajo, con las pantorrillas batiendo el aire. Las crayolas desperdigadas alrededor de la hoja en blanco daban cuenta de la gama de colores que componían sus trazos desaliñados y felices. Las cejas alzadas, la mirada fija en el lienzo y sus labios apretados llamaron mi atención.

Por ANDRÉS TAPIA

Has llegado. Puntual como siempre. Aunque quizá hoy un poco más temprano. Te perseguían de nuevo, ¿no es así? Ni siquiera intentes negarlo, se te nota en la piel: reseca y poco seductora para los estándares de tu vanidad. Lo sé, es el invierno, el frío, y seguramente alguna pesadilla que te hizo despertar a mitad de la noche, que ignoraste, hasta que en algún momento del día –repentina, subrepticiamente– te golpeó con la misma fuerza con que un cuervo moribundo se estrellaría en una ventana.

Por ANDRÉS TAPIA

¿Qué tienen en común una etiqueta labrada en marfil de hipopótamo hallada en la tumba del Rey Den de Egipto (que murió alrededor del año 2985 a.C.), la canción “Video Killed The Radio Star” de la banda británica de new wave The Buggles y la organización terrorista Estado Islámico? Casi podría decirse que lo mismo que la máscara mortuoria de James Joyce, los tacones cubanos y un matrimonio que sí funciona. Nada, aparentemente… pero quizá sí.

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Por RUY FEBEN / Foto: GETTY IMAGES

A los 4 años. Conozco el mar. Mi padre me tiene de la mano, sobre una ola que rompe en Cancún. El agua me azota los pies, me lleva y me trae. Una y otra vez intento soltarlo y dejarme ir hasta el fondo, al mar enojado. Finalmente mi padre me lo prohíbe con un jalón enérgico, los ojos hinchados de hastío: “El mar es peligroso”, dice. Así aprendo a temerle.